Definitivamente, vivimos en una sociedad
inmersa en la locura. Donde el sentido común se parece cada vez más a una
debilidad del carácter: la prudencia, la mesura, la conciencia del peligro, son
propios de gente timorata, aburrida y cobardona. El mundo es de los
arriesgados, de los intrépidos, de los capos y machotes, de los amantes de
“experiencias fuertes”, como le llaman a cualquier iniciativa disparatada que
pone en riesgo la propia vida o la de los demás. Particularmente, no me
conmueve que un valentín de esos, en busca de alguna prueba personal, se rompa
la cresta y pase a ser comida de los gusanos. Si la gente quiere desafiar a la
muerte está en todo su derecho, siempre y cuando no se afecte a terceros,
especialmente a los más vulnerables como los niños. Permanece todavía fresco el
caso del famoso “cazador de cocodrilos” que irresponsablemente expuso a su hijo
de pocos años ante un magnífico reptil de esos, y que al parecer no aprendió la
lección, ya que un tiempo después, la sabia naturaleza castigó su temeridad otorgándole
pasaporte a la otra vida.
Leo con estupefacción que hace poco una niña de
nueve años mató accidentalmente a su instructor de tiro. Es prácticamente
normal que en alguna parte del planeta ocurra frecuentemente una desgracia por
manipulación negligente de armas de fuego. Tener armas en casa es como criar
una criatura venenosa, el riesgo es inherente, por muy cuidadoso que se sea.
Pero el caso de la empresa “Bullets and Burgers” ronda la esquizofrenia. Para
empezar, a quién se le ocurre montar un
negocio de ese tipo, donde ir a disparar sea también parte del fast food: pase, coma como chancho y
luego vaya a soltar unos tiros a la parte de atrás. Satisfacción garantizada.
Pura adrenalina de idiotas. Encima, el agravante de tener el negocio al alcance
de los niños, como si de una fiesta a lo Disney se tratara. A qué mente
retorcida se le ocurre poner en manos de una niña una metralleta como una Uzi
y, lo que es más terrible, qué clase de padres llevan a sus hijos a un sitio así,
alentándolos desde tan tierna edad a la tentación de matar, aunque sea figuradamente.
Si hasta tienen la boludez de filmar la “hazaña” de su hijita para mostrarla a
los familiares, con todo orgullo, seguramente.
En el colmo del absurdo, el dueño del restaurante
se justifica afirmando que el instructor era “un tipo muy profesional y
concienzudo”, con los quilates de un veterano de guerra para mayor garantía. Al
final, el guerrero tan experimentado, no había sido tan concienzudo como para
poner unos dedos tan frágiles en el gatillo de un arma que dispara ráfagas. No
extraña que se haya desatado el infierno para esa infeliz criatura que quedará
traumatizada de por vida. Singular es la
sociedad norteamericana, imbécil como pocas y autodestructiva. Luego llueven
las masacres perpetradas por adolescentes. Para rematar la insensatez, la
mayoría se opone al control de armas y sigue coleccionándolas como juguetes.
¿Y las rosas?...eran (simbólicamente, ya sé que
suena algo cursi) para una flaca que me tiene al borde de la locura desde algún
tiempo. El destino me la puso como regalo inopinado a dos días de otro inevitable
cumpleaños, luego de semanas, tal vez meses, sin verla en el minibús de
siempre. Esta vez estuve a centímetros de sus rodillas, con la mirada en
diagonal, pero apenas tuve la valentía de mirarla de reojo. Si hasta tuvo la
amabilidad de decirme si quería pasar al asiento de la ventanilla, porque ella
ya se bajaba en la próxima cuadra, como bien lo sé yo. Pero el tratamiento de “usted”
me dolió y me dejó anonadado, ¡ay!, la barba que traiciona o serán figuraciones mías. Tentado estuve de
bajarme junto con ella pero algo me dejó atornillado en el asiento. Resignado,
vi como desaparecían sus largas piernas en un pestañeo. Estuve a las puertas del cielo pero me cagué de miedo. El mundo es para los intrépidos,
definitivamente.