Una amiga alemana me reprochaba que no entendía por qué me gustaba tanto Marilyn Monroe y es que tampoco me explicaba sus motivos de desagrado, intuía que simplemente no le gustaban sus actuaciones. Para zanjar el asunto de una manera olímpica, yo respondía, “que no te guste la gran Marilyn es porque tú eres mujer y no entiendes” lo decía así, de paso sin afán machista o sexista.
No falta algún contemporáneo mío que saque a relucir mi falta de simpatía por las ‘divas’ de hoy, salvo la Johansson y alguna otra disfrazada en un personaje de época. Y claro, se preguntan extrañados qué hace un treintañero suspirando por esas mujeres como la Monroe, la Tierney, la Hayworth y otras cuando algunas han envejecido mal y otras ya han pasado a mejor vida. Vamos, que ahí afuera están la Aniston, la Jolie, la Jovovich o la Weisz: tan perfectas, tan jóvenes y lozanas, tan cotidianas y apareciendo, ya no en blanco y negro sino en tecnicolor. Nein, paso de ese divismo contemporáneo con toda la rapidez que pueden mis ojos engañados.
Marilyn, ya en sus breves apariciones en ‘La Jungla de asfalto’ y ‘Eva al desnudo’, irradiaba ese poderoso magnetismo animal que la caracterizó, con ‘La comezón del séptimo año’ y ‘Con faldas y a lo loco’, definitivamente la elevaron al Olimpo del cine. Sí, ya sé, casi todas sus películas eran comedias de corte romántico, donde encarnaba el papel de la típica mujer bella y frágil con aire despistado, lo que contribuyó a fijar ese estereotipo de rubia fatal pero ingenua, pero el tiempo no hace otra cosa que reforzar su leyenda a pesar de esa imagen icónica de la falda levantada, sus fotografías hasta en la sopa y los feos retratos pop-art de Warhol.
Surfeando por ahí en la Red, descubrí hace poco que ella, así como fue tan rutilante ante los focos y cámaras, en las sombras y en la soledad de su habitación fue un ser profundamente desgraciado y huérfano de afecto. Entre sus notas desperdigadas, poemas y reflexiones se escondía una persona con sensibilidad artística, melancólica y fatalista, como vislumbran estas declaraciones concedidas a un periodista: “He estado pensando en escribir mi testamento. No podría decirte por qué, pero lo tengo entre ceja y ceja. Me hace sentirme un poco siniestra. Siempre he creído que eso se hace cuando se está viejo o enfermo, pero la gente me dice que todos los que tienen algo que dejar deben hace el testamento”. Si eso, es una pizca de tonta, que venga Dios y lo diga.
Y aunque los caballeros las prefieran rubias como reza una de sus películas afamadas; yo siempre las he preferido morenas, no obstante, cabe preguntarse que si ella no hubiera muerto joven y trágicamente y hoy quizá fuera una vieja estrella venida a menos como Liz Taylor en sus últimos años, ¿me seguiría fascinando como a muchos?, difícil saberlo y es que las divas con ese aura de vida desgraciada en la plenitud de sus carreras, tienen esa atracción inigualable que concede alcanzar el mito.
Pues nada, para aquellos nostálgicos del cine, para aquellos huérfanos de belleza pura, siempre nos quedara París, perdón, Norma Jeane Mortenson.
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