Ay, yo tenía uno igual |
Ahora que me estoy haciendo viejo, no tanto de cuerpo, más bien de espíritu, cada vez que leo mis libros digitales, siento que estoy engullendo conocimiento como comida de hospital: fría, desabrida, sin color, sin olor, sin textura, aunque ciertamente nutricia.
La sensación es más desasosegante cuando recuerdo mis lecturas de ciertos libros, llámense “antiguos” por su forma y presentación. Infeliz de mí que no supe, imberbe entonces, darles el valor suficiente. A resultas, ya no los tengo conmigo para atesorarlos como haría un niño en un baúl de madera. Imitando el canto de un poeta de mi tierra, ¡malhaya mi suerte, malhaya mi sed de querencia!
Por qué será que a medida que pasa el tiempo, más nítidamente recordamos no solo el título sino hasta la textura de la tapa y el olor a papel guardado de ciertas obras que nos han marcado una etapa de la vida, aunque no fuéramos conscientes de ello. Con los años, recién vienen esas ráfagas de memoria tan dolorosas cual artritis del alma. Así, con profunda nostalgia evoco al coronel Mansilla devorando sandías después de una comilona de carne de caballo en compañía de los indios ranqueles, y luego soltando eructos de satisfacción como señal de respeto hacia sus anfitriones. ¡Cómo olvidar todo eso!, y la tapa dura edición Billiken del librito desgastado que alguien me regaló y que seguramente dejé tirado en un rincón.
Cómo guardo todavía la imagen de aquel tamborcito sardo en ese maravilloso libro de relatos, Corazón de Edmundo de Amicis, que sabe Dios dónde habré dejado como pasto de las polillas. O aquella edición juvenil del Quijote que me lo leí en un santiamén y cuyos dibujos caricaturescos al carbón de Don Quijote y Sancho juntos, me impresionaron tanto que en los posteriores años de la secundaria copiaba como carátulas de mis cuadernos de literatura. Y no se me daba mal el dibujo, por lo menos impresionaba a un par de compañeros. En mis tiempos era de vital importancia diseñar la presentación de cualquier cuaderno para ganarse la simpatía de los profesores. El minimalismo estaba mal visto, cuanto más churrigueresca la carátula, mejor.
Tengo una tía muy mayor que toda su vida fue maestra de escuela. Un día me regaló un grueso libro español -que había pertenecido a su hijo- sobre ciencias naturales pero tenía que compartirlo con un ahijado suyo, el cual no respetaba sus hermosas ilustraciones porque cada vez que me lo regresaba le añadía un nuevo calco con bolígrafo, el muy bruto, y lógicamente yo hervía de rabia. Pero todo eso era poco con la inmensa satisfacción que paladeaba en sus páginas: puedo afirmar que seguramente fue el libro que más releí en toda mi vida, si hasta recuerdo el encabezado de unos de sus temas: la Pedriza de Manzanares que ni tengo ni la más remota idea en qué parte de la geografía española está. Por esas raras jugadas de la memoria, no recuerdo su título, salvo el color verde esmeralda de su portada y la temática miscelánea de sus páginas. Un día le dieron el golpe de gracia, me lo entregaron con varias hojas rotas, folios extraviados y el cuerpo totalmente desprendido de las tapas. Desde ese momento lo abandoné como se abandona los zapatos viejos, y más de quinientas noches después, continúo con la búsqueda de un ejemplar aunque sea una empresa imposible (incluso busqué en la misma España pero sin resultados porque era una edición de los años setenta). Si fuera millonario, pagaría hasta una fortuna por él: por qué no hacerlo si hay gente que paga pequeñas fortunas por coleccionar excrementos enlatados.
Pero lo que más lamento hoy, es no haber conservado un libro que cuando llegó a mis manos ya era añejo de sobra, de principios de 1900, con portada muy dura y titulares en tonos grises como todo libro antiguo. Con esa tipografía característica de la época y cosido a mano con hilo. Cuántas jornadas habré repasado sus mohosas y entrañables páginas sobre la Edad Media, descritas al detalle con primoroso gusto didáctico, y enriquecidas con grabados de armaduras, castillos y símbolos heráldicos. Una vez más, ya no recuerdo dónde lo dejé tirado por mi maldita inconsciencia, espoleada por mi prisa por crecer y la influencia nefasta de la televisión. De todo eso queda como poso agridulce mis vívidas lecturas a la luz de una vela, hasta que llegase el sueño para transportarme a esos mundos mágicos de caballeros, mazmorras y mil batallas.
Ya que no podré nunca más repasar las arrugas de esos viejos libros, por lo menos me gustaría quedarme con el consuelo bobo de poder leer en las arrugas de los ancianos, sin duda, únicamente al alcance de mentes privilegiadas, o parafraseando al alto magistrado Gualberto Cusi; “no cualquier gil lee en coca”. Lo demás son tonterías, como esta añoranza sin fin, ¿a que sí?
Existen pocas cosas tan evocadores como un libro viejo. Al menos en mi caso, es entrar en la antigua despensa de mis abuelos y ver todas las cosas que leiamos y un torrente fluye por la memoria. Hay cosas que no envejecen por mucho que cambiemos, no crees?
ResponderEliminarUn saludo.
Emilio Luna.
Hola Emilio, bienvenido al blog. Afortunado tú que tienes todavia la posibilidad de repasar esos viejos libros, y sentir que regresas aunque por un instante a los años felices de la niñez. A mí me pasaba lo mismo cuando visitaba la pequeña biblioteca de mi tío y de solo ver las portadas se me hacía agua la boca, je je. Definitivamente hay cosas que son imborrables.
ResponderEliminar"El patio de los vientos perdidos" , es el título de una novela del escritor colombiano Roberto Burgos Cantor.
ResponderEliminarCreo que a ese lugar van a parar los viejos y entrañables libros evocados en su texto, apreciado José.
Siguiéndoles la ruta, me vino a la memoria el primer libro del que tengo recuerdo : Una edición en tapa dura, con ilustraciones en carboncillo, en la que se recrean las peripecias de los Doce pares de Francia.
Y miré usted la casualidad : En mi caso también fue una tía llamada Teresita quien lo puso en mi camino.
Desde entonces casi no he hecho nada distinto a leer.
El primer libro que recuerdo con el afecto que tú evocas con tanta elocuencia fue uno sobre las exploraciones en el Ártico, que me dieron como premio en la escuela. ¡Toda esa gente muriéndose de frío en su vana búsqueda de un paso viable entre el Mar Ártico y el Pacífico! ¡Y el misterio del Polo! También leí “Una excursión a los indios ranqueles”, pero creo que no fue la edición Billiken que muestras: se me ocurre que la de Billiken era condensada… ¿Lo recuerdas? Lucio V. Mansilla es un personaje que cito a menudo, pero no por este libro clásico, sino por su anécdota de cuando fue a visitar al general Bartolomé Mitre. Sabrás que Mitre tenía un dedo en cada torta, que fue general, político, presidente, historiador, fundador del diario La Nación… y también se las daba de poeta. ¡Si hasta tradujo la Divina Comedia! Pues bien, llega Mansilla y pregunta: “¿En que anda, general?” “Pues aquí estoy, traduciendo al Dante.” Y como un relámpago llega la respuesta devastadora de Mansilla: “Bien hecho, general. Dele duro a ese gringo.” Algunas versiones dicen que agregó: “No le deje ni una sola rima”, pero me parece que así la burla se hace demasiado obvia. Me quedo con ese “dele duro a ese gringo”.
ResponderEliminarGracias por libro recomendado, amigo Gustavo, ni había oído hablar de ese escritor colombiano. En mi niñez, lo que yo recuerdo de literatura francesa fue leer “los tres mosqueteros” de Dumas y “20.000 leguas de viaje submarino” de Verne, aunque no en tapa dura, más bien edición de bolsillo, para esto solía acudir a la casa de un tío para asaltar sus libros, donde también pillaba historietas de Patoruzu y viejas historias breves del Far west que leía de corrido . Plenamente de acuerdo, que hace falta alguien quien nos inicie a la lectura, de lo contrario es difícil que seamos autodidactas, mucho peor en estos tiempos de televisión, consolas y celulares.
ResponderEliminarA mí también me fascinaba la exploración de los polos, especialmente el sur, estimado Lalo, tanto que me acuerdo perfectamente de la “competencia” entre Shakleton, Amundsen, el capitán Scott y otros exploradores, cuyos tremendos sacrificios y penurias me conmovían intensamente y que mis primos tenían en una colección de tapa dura con ilustraciones fantásticas. Son impagables todos esos recuerdos. Tienes razón, la edición Billiken de los Indios Ranqueles era condensada, apta para escolares, después me enteré que en realidad tenía dos partes, que por alguna razón no leí, tal vez con la intuición de no estropear mis recuerdos.
ResponderEliminarCómo no recordar al general Mitre, que es uno de los padres de Argentina junto con Faustino Sarmiento y Cornelio Saavedra (boliviano de nacimiento). No conozco mucho de la trayectoria literaria de Mitre, pero la historia dice que también estuvo cerca de un año en Bolivia de donde fue deportado por el gobierno de Isidoro Belzu. La anécdota que cuentas es exquisita, te lo agradezco un montón.