Lechón al ají, con ensalada de verdolaga y chuño aliñado con crema y cilantro |
El último día de enero volví a Quillacollo
después de varios meses. A pesar de la insistencia de mis primos que viven allá
no suelo visitarlos frecuentemente. Lo que pasa es que no voy a provincia, les
digo para zanjar el asunto, ni mucho menos a “cantones” refiriéndome a su
sección Vinto, donde residen otros primos (Quillacollo y Vinto están a 11 y 15
kilómetros respectivamente, lo que se dice a la vuelta de la esquina, dentro
del eje metropolitano). No me gusta Quillacollo, no es por su gente. Es esa su
estampa de ciudad intermedia, con todos los excesos y fealdades de una urbe
grande reunidos en un solo lugar. No es ni pueblo ni ciudad. Nula identidad a
la que asociar, salvo su gigantesca festividad religiosa de Urkupiña, que se
dice atrae devotos de todos los rincones del planeta. Yo ni por la virgen. Pero
por una cosa horneada soy capaz de acudir al confín del mundo.
El último día de enero volví a Quillacollo
porque era el cumpleaños de mi tío Freddy, hermano mayor de mi padre y actual
patriarca de la familia. Si sus hijos nos convocaron es porque había banquete,
de seguro. No siempre se le agasaja cada año (ojalá fuera así), pero mi tía se
esmera tanto en cada detalle con la comida, que merece la pena almorzar
sobriamente, por lo menos en mi caso. Porque, ah, la tarde se promete
exquisita, aunque nunca falta la amenaza de una lluvia para aguarnos la fiesta.
Enero es así. Con chaparrón o sin él había que nomás hacer el sacrificio de
llegar hasta el sitio.
Acudieron algunos tíos y los sobrinos más
próximos, que si no pasaríamos hambre entre tantos. Los varones sacaron ese
viejo juego de la rayuela que es tradición familiar y a la que dificultosamente
trato de adaptarme porque casi siempre me aburro ya que soy un perfecto inútil
para achuntarle al hoyo o por lo menos hacer parar los tejos sobre el tablero
de plomo. Lo que se dice estilo para los lanzamientos no tengo. Mientras los
hombres seguían enfrascados en el juego y pagaban con coctelitos de tumbo
cuando perdían, y las señoras mayores conversaban en torno de una mesa, los
anfitriones empezaron a llenar de cuencos la mesa del bufet. Yo andaba
acechando por ahí, cámara en mano, atento a los primeros aromas que dejaban
escapar las bandejas humeantes. Impagable la sensación vaporosa de un chanchito
en su jugo sazonado de ají colorado, ajo y especias. Llamaron al “autoservice”:
ellos seguían con su rayuela y mis tías distraídas con la charla. Esperé a los
mayores, como mandan las buenas costumbres. Como casi nadie se movía, fui uno
de los primeros en atacar. La carne, lo que es para mí tiene que estar bien
calentita.
Comí el doble, tal cual acostumbro en
ocasiones especiales. Si es por algo sabroso, no me hago de rogar. Por tales
manjares me olvido de mi régimen de gimnasio de medio tiempo y por otro lado mi
genética familiar ayuda. Después de todo, pertenecer a Los Latas (el apodo de mi abuelo difunto) tiene sus ventajas. Así
de memorable estuvo el diachaku de mi tío Lata
Freddy. Hasta me acoplé al juego, de buena gana. Después de un gustito así,
lo que quieran, me dije. Pese a los chuflays y los denodados esfuerzos fracasé
como siempre. Refunfuñé contra mí mismo. Hasta mi hermano menor se lució en mis
barbas. Y eso duele.
Extra:
Decía que no perdono cualquier cosa apetitosa
que sale del horno. Hace unos meses cuando degustaba, en otro lugar, un cabrito asado con pastel de fideo, un niño que
andaba jugueteando con otros chicos, cada un tanto venía a meterle el pellizco
al resto de pastel de fideo que sobraba, ya frio. Justo lo que yo hacía cuando
era un mozalbete: tenía la mala costumbre de meterle mano solo a la parte superior
del pastel, su parte más crocante y deliciosa, formada por una capa delgada de
ahogado de cebolla, tomate y ají, y salteada con rebanadas de queso que se
fundían dentro del horno. El resto sabía a fideo cocido y punto. Ni qué decir
de las papas al horno, glaseadas o no, devoradas con cáscara y todo saben
mejor. Ah, si la vida sólo fuera devorarla.
Pastel de fideo, tal como sale del horno |
Sin muchas palabras, apreciado José: la próxima vez me despacharé un opíparo desayuno antes de abrir su blog. No se puede asaltar con esas cosas a un prójimo con el estómago vacío a las 5:00 am.
ResponderEliminarBuen provecho
Yo y mi mala costumbre de rellenar página con evocaciones de placeres mundanos, le pido disculpas por ello. Ja, por salud espiritual no debería visitar mi sitio en tan malsanas horas de la madrugada. Más bien le sugiero que lo mire a la hora del desayuno (en Colombia) para que se le vaya abriendo el apetito.
Eliminarja! de nuevo el sadismo d gourmet.. Fue por lo visto, un digno diachaku,José. Pero el aguafiestas d Hyde opina q no es bueno exponer tan abiertamente las debilidades culinarias...uy! no no, digamos mejor: "gastronómicas" (lo otro se presta a muy sucias interpretaciones). Teniendo a fachomasistas muy atentis d las voces herejes, cuidado con sucumbir luego y ser irreparablemente seducido por horneadas delicias d oficialista procedencia, mi estimado amigo. Seria esa una gran pena, tan lamentable como la d ver al Jamón Rocha M d obnubilado faldero por un plato de privativos manjares..ja! Prudente es disimular -o bien guardarse- las flaquezas, como hacen las más malévolas dalilas, para no acabar luego como indefensas latakh'apas.. ja! Me divertí bstante cn los adjetivos quechuas. Un despiadado texto, José; ahora me voy a buscar algo digno pa libar y pa llenar el buche.. Abrazos.
ResponderEliminarPucha qué malo que eres, muy bueno para joderme la digestión evocándome al escribidor de aventuras chicheras. Ja, eso de venderse (quedar seducido o supinamente agradecido) a la caterva oficialista por una invitación a un opíparo banquete, con toda su impronta grotesca y demás, es algo imperdonable para cualquier escritor o aspirante. Pero ya ves, cómo el autonombrado ‘cronista de la ciudad’ relata sin sonrojo sus cenas oficiales o sus visitas a repulsivos antros. Yo no pretendo ser cronista ni nada, simplemente mato mi aburrimiento contando mis andanzas, como esto de mis visitas a los parientes, siempre y cuando haya un platito sabroso que zamparse, desde luego. Abrazos.
EliminarAparte de los platillos que describes, José, me llamó la atención la reunión familiar y ese juego favorito de los tuyos, una rayuela con lanzamientos. Me hizo recordar a una época lejana cuando algunos de nuestra familia (no muchos, por razones de espacio y lejanía) nos reuníamos en una casa en la cordillera que había hecho construir mi padre en un loteo que entonces estaba recién en su infancia (ahora es de lo más concurrido) y no tenía electricidad. Así que no hablemos de las comodidades modernas. Ni televisión ni na... Nos entreteníamos con lectura, barajas, ajedrez y, mi favorito, el juego del sapo. No sé si por tus pagos es conocido, me imagino que sí, pero por mi parte nunca lo vi fuera de Mendoza: teníamos que lanzar fichas metálicas a una especie de cómoda con agujeros, y el puntaje más elevado era cuando embocábamos la boca de un sapo. Yo fui el campeón de larga distancia, cosa rara, porque nunca he sido muy coordinado que digamos. Linda época, o mejor dicho una época de mierda para la mayoría de la gente pero con momentos lindos, como el que recuerdo ahora.
ResponderEliminarLa rayuela, (nada que ver con ese juego infantil que aquí llamamos el ‘avioncito’, si mal no recuerdo) es un juego de adultos propio de los valles, y que por su forma recuerda al juego del sapo que refieres (quizá está inspirado en él), y que se juega mayormente por parejas en una especie de desafío, con dos monedas o tejos (los preferidos son los pesos paraguayos por su buen peso) y cuyos perdedores tienen que ir “pagando” con libaciones de chicha u otro trago. Abajo te dejo un link de una canción que te dará más detalles sobre este pasatiempo. Caramba, justo mi tío cumpleañero tenía en su vieja casa un pesado armatoste del juego del sapo, donde de chico jugaba con mis primos y siempre era difícil atravesarle la boca, ni que decir que el bicho tenía una cola de pescado donde había una ranura angosta que supuestamente embocarle allí era el lance o juego perfecto. La próxima vez que vea a mi tío le voy a preguntar sobre el destino del aparato ese, aunque me temo que haya desaparecido. Era muy elegante, digno de museo. Gracias por recordarme algo de mi ninez.
Eliminarhttps://www.youtube.com/watch?v=r8JWHfytWN0