Ponerle azúcar es un crimen. No entiendo a la
gente que coge la mitad de una palta, la espolvorea con azúcar y continuación
se la come con cucharilla, sin más, sin guarnición, como si se comiera la mitad
de una toronja. Han oído bien, toronja.
Suena igual de apetitoso que “naranja”, y uno piensa automáticamente en colores
brillantes y sensaciones agridulces llegan a la boca. A ver quién me dice que
se antoja un pomelo, aunque sea a altas horas de la noche. Ni los malpensantes.
El domingo es el mejor día para el desayuno,
siempre y cuando no nos hayamos pasado de copas la noche anterior. Con todo el
tiempo del mundo, con apenas ruido en el ambiente, es imperativo empezar el día
como dios manda. De otra manera, para qué preocuparse en abrir la ventana o
acudir a la terraza si lo que vamos a hacer es llenar un cuenco con leche y
hojuelas.
En domingo, con sólo contemplar una mesa llena de frutas, jugos, tazas humeantes y otras cosas se me hace agua la boca. Soy capaz de sonreír y perdonar a todo el mundo. Y si hace mucho sol, ya es la leche. Perdonen la ridiculez.
Un domingo cualquiera: café tinto, pan
crocante, queso curado y rodajas de aguacate. De ser posible, salame o chorizo
seco. Olvídense de los huevos refritos, de los panqueques o de cualquier
tortilla. Y olvídense del periódico, que últimamente solo desinforma. Además,
la lectura tiene el inconveniente de distraer a la mente para que esta se
concentre en las papilas gustativas.
El aguacate es mantequilla de árbol. Por decir algo, según apariencia y textura, porque nada se le parece. Su sabor impreciso es lo que me tiene atrapado desde siempre. Como los champiñones, los palmitos, las nueces y otros manjares sobrios de esta vida. Sabrán los puercos entrenados y los ricos a qué saben las trufas para que valgan tanto.
He probado paltas de todos los tamaños y
formas. Las más pequeñas, de cáscara negra y aroma intenso que de chico
devoraba como si fueran cualquier fruta. Siempre me ha parecido extraño que el
aguacate sea una fruta, no siendo dulce o que las sandías fueran calabazas. La
niñez es una etapa misteriosa, la vida nos tiene engañados durante esos años.
Como tal me ha enseñado que el aguacate sirve para ensaladas o sándwiches,
acompañando cualquier comida. La mejor forma es cortarlo en cubitos o rodajas,
y mezclarlo con trozos de tomate teniendo el cuidado de no deshacerlos. La
apariencia lo es todo.
Batirlo es un crimen. Su consistencia pastosa
me hace pensar en las mascarillas de belleza y así no se me antoja. Yo soy muy
de imágenes a la hora de comer. Ni con nachos picantes había podido desterrar
el fastidio. Pero siempre hay una excepción: mezclado con unos toques de
cilantro es la combinación más extraordinaria para acompañar una tortilla
mexicana con carne molida. Un gozo para el paladar y un redoble festivo para el
espíritu.
Comerlo en trozos hace la diferencia. Al
deshacerse en la boca, su textura suave multiplica las variables de su sabor.
Como los chocolates que se deshacen con la lengua. No es lo mismo el chocolate
casi líquido que uno casi sólido. La sutil diferencia en aspecto es inmensa
cuando se trata de sensaciones. La vida se trata de eso, de apreciar detalles
por mínimos que sean. Perdonen otra vez el cliché o la inocencia. La comida me
hace retornar a la infancia, qué le vamos a hacer.
Y así, me alegra que pueda disfrutar de esta
delicia casi todo el año. Me importa un comino que digan que se debe comer con
moderación por su cantidad de grasas. Vicios todos tenemos. Este el mío: paltas
o aguacates, según la región como se llame. Cremosos, aguados, fibrosos,
olorosos o menos, verdosos o amarillentos, siempre estarán en mi mesa
acompañando el arroz o los espaguetis. Haciendo indescriptible contraste a la
carne asada. Con vulgares papas blancas, algo de sal y pan. Con café o sin
café.
____
PS: Las paltas de la foto son de mi mesa, son
las más grandes que he visto alguna vez, seguro que en cualquier otro lugar
existen mayores, pero no me consta. La buena noticia es que me las he comido yo
solito.
Déjeme quitarme el sobrero que no uso ante la sutileza de su texto, apreciado José. Delicioso como solo puede serlo un aguacate maduro y suave a la hora del desayuno, el almuerzo o la última comida de la tarde. Me da lo mismo, a pesar de las advertencias de los dietistas, proclives como son a amargarnos la vida.
ResponderEliminarEn mi tierra, ubicada en la región andina colombiana, se consume a cualquier hora, acompañado de lo primero que esté a nuestro alcance: Una arepa, un plátano bien maduro, un plato de sancocho, de frijoles, de ajiaco, en fin.
Por lo demás, uno de sus párrafos( el séptimo para mas señas) me devolvió de golpe a las páginas de una de las novelas de Proust , y ya sabemos lo que significaba la memoria del paladar para ese hombre. De hecho, en muchos de sus textos la evocación empieza siempre por la comida. Lujos de aristócratas, diría alguien.
Ah caramba, que este texto nacido otra vez de la ociosidad, le haga recordar algún pasaje de las obras de Proust, es pura coincidencia, estimado Gustavo. Porque confieso, avergonzado, que hasta ahora no me he leído ni un solo tomo de la saga “En busca del tiempo perdido”, a pesar de que lo tengo en archivo Pdf y a pesar de que “A la sombra de las muchachas en flor”, me parece uno de los títulos mas poéticos en literatura. Ni así he podido comenzar a degustar este clásico, quizá también porque Umberto Eco, en su particular sentido del humor lo ha tildado de “asmático”a tono con la vida delicada del pobre de Proust. Pero en fin, habrá que ponerse a la labor, sus palabras de aliento son una buena razón. Eso sí, yo no podría apreciar la vida sin aguacates (aquí conocemos como palta),sin el aroma de un café y sin la vista de muchachas en flor. Lujos de pobre, diría yo.
ResponderEliminar