Entrada al aeropuerto: el paisaje era arruinado por el hedor del rio adjunto |
Se cree que los cochabambinos están planeando
solicitar a la Unesco que el fabuloso Día
del Peatón y la Bicicleta sea declarado patrimonio cultural con todos los
sellos correspondientes, no vaya a ser que otras ciudades extranjeras se
quieran adueñar del invento -como viene ocurriendo con algunas danzas
folclóricas-, muy original de paralizar la ciudad entera en desmedro de la economía,
porque aseguran sus geniales impulsores que la madre tierra descansa durante estos
domingos especiales, y que un pequeño gesto como este contribuye sobremanera a
la descontaminación del planeta, aseguran con todo orgullo. Sin embargo, las
autoridades verdolagas no pueden ocultar debajo de la alfombra las ‘basuritas’
que los caminantes y ciclistas generan durante estas jornadas: por lo menos
veinte toneladas más que en un día normal, según el reporte de este último fin
de semana. A este paso, los auténticos ecologistas serán los viejos verdes.
El último domingo, me vi particularmente
afectado como seguramente otras personas. Por estas ideas tan frescas me
convertí en peatón a la fuerza, siendo achicharrado por el sol por espacio de más
de una hora, a pesar de la gorra y ropa ligera que portaba. El asfalto irrita
los ojos, aun a las diez de la mañana con todo el cielo despejado y a pleno
verano. En esas condiciones, cuántos caminantes se animan a tomar las calles,
me pregunto, a pesar de estar despobladas de coches no había mayor interés de
hacer uso de ellas, salvo los ciclistas, claro. Una jornada dominical que me
hizo sudar más de la cuenta y volverme más negro, especialmente en los brazos.
Planeaba partir en bicicleta hasta el aeropuerto.
Llegaba uno de mis hermanos desde España, después de ocho años de ausencia. Habíamos
acordado ir a recogerlo en la camioneta de mi primo pero no contábamos con la
infeliz coincidencia. No había ni un mísero taxi que me llevara porque seguramente
el único sindicato autorizado no daba abasto, como posteriormente corroboré. Se
me pasó por la cabeza que si tomaba la bici no tendría dónde parquearla en el estacionamiento
enfrente de la terminal ni tampoco me iban a dejar ingresar hasta la sala de
espera. Ante la duda me tuve que resignar a llegar por propio pie. A vista de
pájaro, mi apartamento no parece estar lejos del aeropuerto, según pude divisar en el mapa antes de emprender la
caminata. Al poco rato, ya en el trayecto, me di cuenta de que había que dar un
rodeo largo por el puente Killmann y sin siquiera atravesarlo ya pude captar
los aromas pestilentes del rio Rocha. Qué dirán los turistas que tienen que
recorrer obligatoriamente la avenida que bordea el rio, rumbo a los hoteles
lujosos de la zona norte.
Así continuaba a marchas forzadas, siguiendo
mi camino y ni siquiera había un árbol que hiciera sombra en las aceras. A lo
sumo se divisaban algunos arbolillos de esos que se utilizan para setos
recortados. El pútrido hedor del riachuelo calentado por el sol me perseguía a
manera de compañía. Pude adelantar a una pareja de esposos de mediana edad que
se esforzaba por llegar al lugar con su maleta de mano. Menos mal que un
policía de moto se ofreció a llevarlos, aunque ya no estaban tan lejos. Como ellos,
no sé cuántos pasajeros habrán tenido que pasar por las mismas penosas circunstancias,
resultado de las abusivas y absurdas iniciativas de las autoridades que ni por
asomo se preocupan por cubrir las contingencias derivadas.
Llegué sin mayor novedad, más cabreado por el
clima que por el cansancio. A metros de la casamata de ingreso observé un avión
oxidándose a la intemperie entre gruesas ramas de molle, como único vestigio de
la antigua aerolínea estatal LAB, convenientemente abandonada por el actual
gobierno. Unos pasos más allá, hay un mascarón elevado con la figura de una
cabina de avión, donde se puede leer “Centro internacional de entrenamiento
aeronáutico” esculpido con letras plateadas porque supuestamente el aeropuerto
Jorge Wilstermann iba a ser un referente en el tema en Sudamérica, pero el
estado descuidado, ruinoso, del mascarón desmiente tal cosa. Como era lógico,
existía muy poco movimiento en la terminal aérea. Los parqueos prácticamente vacíos. Más empleados de servicios aeroportuarios y dependientes de galerías, cafés
y otros servicios relacionados que viajeros al acecho. En días normales tampoco
es mayor la diferencia. El aire bucólico y provinciano del valle se siente
hasta en sus vuelos. Y pensar que antes Cochabamba era el centro aeronáutico del
país, o eso se decía.
Subí al mirador, aprovechando que todavía
quedaban algunos minutos antes del arribo de las aeronaves según itinerario. Contemplé
la pista y algunos aviones en tareas de repostaje o mantenimiento. No aterrizaba
ni un mosquito en nuestro glorioso aeroparque “internacional” con terminal inaugurada
hace pocos años. En Palma de Mallorca, con una población menor incluso, pasmado
veía cómo en verano los aviones entraban y salían cada dos o tres minutos. Ni
hablar de su gigantesca infraestructura aeroportuaria, con parqueos automáticos
incluidos. Aquí presentaron dos mangas de abordaje- las únicas- y por poco
arman una tremenda fiesta en su inauguración como si fuera el último grito de
la moda. País de cándidos que se emocionan ante cualquier nuevo decorado.
Arribaron tres aeronaves, una tras otra. Ya
me empezaba a impacientar porque mi hermano no aparecía entre los pasajeros que
iban saliendo. Llegué a creer que probablemente no había tomado el vuelo de
conexión en Santa Cruz. Me llamaron
desde casa, preocupados. Al final, pude divisar su espigada figura y el alivio
me volvió al cuerpo. Arrastraba trabajosamente dos maletas grandes y una
pequeña. Los ociosos empleados de Sabsa, que según me confesó pajareaban
manipulando sus celulares, le respondieron tranquilamente que se habían acabado
los carritos portamaletas que sobran en cualquier terminal. Y apenas estamos
hablando del pasaje de tres aviones medianos a los que atender. Eso fue solo el
comienzo de la absurda odisea.
Una vez afuera, quisimos tomar un taxi del
sindicato que opera exclusivamente en el sitio. Ya esperaba un montón de gente
queriendo abordar el suyo. Y no había señal de los dichosos coches, que a
intervalos de cinco minutos aparecía alguno y sin siquiera estacionarse ya era
perseguido por los ávidos pasajeros. Un quitoneo mayúsculo. Como serán de
brutas las autoridades que no se les ocurrió extender el permiso de circulación
a otras líneas de radiotaxis. Con toda razón, aquellos afortunados taxistas
cobraban lo que querían y había que rogarles. Ni un solo policía atendiendo el
caos. La sensación era de total abandono. Un viajero argentino muy bien vestido
me confesó molesto que estaba esperando hace mucho el taxi que su hotel le
había prometido enviar. Esta es la ley de la selva, añadió indignado. Sentí
inmensa vergüenza ante la impotencia. Estuvimos lidiando con otros pasajeros
alrededor de una hora. Finalmente tuve que rogar a una pareja de jóvenes que
habían atrapado uno. El auto era pequeño, nos tuvimos que estrechar cinco
personas. Por suerte nuestro domicilio estaba en el trayecto de ellos, de lo
contrario el taxista nos hubiese cobrado un dineral y no el monto más o menos
razonable que nos sacó. Con inquietante lentitud –por el recorrido atravesado
de triciclos, patinetas y ciclistas- llegamos a destino, pasado el mediodía. La
alegría inmensa de mi madre -todavía recuperándose de una trombosis-, de recibir a su hijo después de tanto tiempo, compensó
con creces la bronca acumulada. La degustación de un charque crujiente, en
familia, finalmente nos hizo olvidar el mal rato.
Incomodidades aparte, lo que me resulta claro es su condición de buen cronista, apareciado José : leyendo su relato, siente uno el agobio del clima, del desplazamiento obligado y, a modo de colofón, la indolencia de la burocracia ( aunque, sospecho, la expresión burocracia indolente es, aparte de cacofónica, redundante).
ResponderEliminarFinalmente, creo que eso de " Los auténticos ecologistas serán los viejos verdes" merece entrar en una antología del aforismo.
Gracias por sus palabras, estimado Gustavo. Será que el estado de cabreo (empute, decimos aquí) me hace fluir las parrafadas ante tanta iniquidad, idiotez e ineptitud que campean en este país de las maravillas. Si alguna condición tengo para la crónica o las historias se lo debo a mi vicio de leer cualquier cosa que se atraviese en mi camino. Sus conceptos me animan a no tirar la toalla (mejor dicho, la pluma) en este difícil oficio.
EliminarQué habrá dicho tu hermano! Por lo menos no le robaron parte del equipaje, como solía ocurrir (creo que ahora esto se ha corregido) en el aeropuerto de mi ciudad natal, Mendoza. Y en muchos otros aeropuertos también. Bandas organizadas hacen (o hacían) desaparecer piezas escogidas de equipaje. Ahora, el problema que se les presenta a los habitantes de Cochabamba por ese festejo del dia del peaton y la bicicleta me parece totalmente ridículo. No es posible que se tome todo tan al pie de la letra y paralicen virtualmente el transporte.
ResponderEliminarTres veces al año tenemos que padecer esto de las paralizaciones totales de trasporte a título de jornadas ecológicas y se piensa en añadir alguna más. Las autoridades están felices de su “éxito”, deberíamos exportar estas iniciativas, dicen. Mi hermano estaba agotadísimo después del largo viaje: más de 10 horas apretujado en un asiento para japoneses (mide casi 1,90) directo desde Madrid a Santa Cruz, sin apenas dormir y llegar al día siguiente a Cbba y encontrarse con que no podía llegar todavía a su casa. Menos mal que no le sacaron nada de su equipaje, como les pasa a otros que pierden o les roban maletas completas, el problema es aleatorio o cuestión de suerte, porque siempre hay pillos entre los empleados aeroportuarios.
Eliminarme ha gustado encontrarte y leerte
ResponderEliminarsiempre en busca de nuevos blogs para conocer un abrazo desde miami
Gracias por la visita. Bienvenida siempre a este pequeño sitio. Un abrazo.
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