A vísperas de las fiestas patrias (sí, ya saqué mi banderita
tricolor al borde de la ventana) y a semanas de mi onomástico, decidí celebrar
por adelantado y por doble partida. Ya ven qué ahorrativo que soy. Y bien
patriota, y eso que cierro los oídos cuando suenan las marchas militares y doy
rodeos gigantescos para no toparme con los desfiles escolares que abundan en
estas fechas. No sé qué haré el día que tenga hijos. El sólo pensar en la
penosa tarea de tener que alistar sus uniformes y llevarlos a tan grotescos
circos ya me abruma como una losa. Y si tuviera una linda hija, dios no quiera
que me salga con el cuento de que quiere ser porrista de la banda de su colegio. La desheredaría ipso facto.
Como sé que mañana y pasado, el centro de la ciudad va a
estar colapsado por tanto banderín, bombos ruidosos y trompetas latosas,
manadas de estudiantes y recuas de burócratas bien empilchados, marcando el uno
dos como zombis a pleno sol, bien haré en no asomar las narices por esos
sitios. Como que ya tomé previsiones: me pertreché de mi yogur predilecto,
compré el pan moreno que me gusta y la mermelada de naranja con cascarita, amén
de otras comprillas para llegar hasta la siguiente semana, hasta que el furor
patriotero haya pasado.
Este feriado cambiaré la rutina de revisionar películas por
echarle el ojo a un buen par de libros. Caminaba como de costumbre, los treinta
minutos al día que recomiendan los matasanos para mantenerse saludable, por el
casco viejo de la ciudad cuando de casualidad me topé con libros a precio de
liquidación que exhibían en una vitrina. Me detuve a leer los títulos, la mayoría
eran de textos anacrónicos de ciencia política y otras especialidades, historia
nacional de hace pocas décadas, antologías poéticas de ociosos locales,
revistas de crochet para quien se le antojara tejer, y algunos clásicos
oxidados de la literatura: Stendhal, Henry James, Emily Bronte, cierta obra menor
de Joyce y un librito solitario de Proust. ¡¡Proust!!, lo que hubiera dado yo,
tiempo ha, por tener su celebérrima saga.
Me había pasado años, desde que era un imberbe, anhelando
con adentrarme en su obra, mejor si la coleccionaba cual tesoro preciado. Pero
no había visto ningún tomo, ni en versión pirata. Y hete ahí, que décadas después
me encuentro de milagro con la primera novela de la saga. En otras
circunstancias hubiera saltado de alegría, gozoso de que mi búsqueda de la obra
ansiada había finalizado. Pero tiempo atrás, espoleado por la impaciencia y la
expectativa todavía intacta (Umberto Eco se había pasado de malicioso por
calificarla de “asmática” me decía a mí mismo), cometí la imprudencia de bajar
los tomos en versión e-book y me propuse dedicarles horas maratónicas de
lectura, si hasta reuní manzanas y caramelos masticables para no desfallecer.
Para qué les cuento. No pasé de las primeras cincuenta páginas.
Me quedó claro que Proust era un genio para hilvanar tan sesudamente innumerables
recuerdos y adentrarse hasta todos sus antepasados si hacía falta. Sin embargo,
su escritura me pareció soberanamente aburrida y tediosa. Por mucho que lo intenté
no conseguí emocionarme con sus largas ensoñaciones. Como si el rancio de la
larga estancia en su habitación se hubiera trasladado a nuestra época. El
tiempo se había detenido y, para colmo, había envejecido mal, a mi parecer. Tal
vez suene a herejía lo que digo, pero qué le vamos a hacer, hace rato que me
fio de mi olfato cuando husmeo en cuanto escrito cae en mis manos. Aunque les
parezca filisteo a los canónicos. Con tantas aventuras que acometer –en los
campos literatosos y en la vida- no estoy dispuesto a perder el tiempo, así por
así, como diría un inversionista.
Aun así, me di el gusto de olfatear literalmente “Por el
camino de Swann” en la tienda. No sé a qué listillo se le habrá ocurrido
imprimirla en dos tomos, en una tinta muy oscura y letra demasiado menuda, para
mayor espanto, los bordes del papel ya acuciaban cierto descolorido. Olía a
letra muerta y su tapa dura asemejaba lápida. Imaginen 14 libros engrosando un
estante, sólo por figurar, como hacen los abogados con sus enciclopedias
jurídicas. Menos mal que el resto de la colección ya no había. Que si no
hubiera sentido la tentación de llevármela a casa. Por querendón. Aunque sea
exclusivamente por el título, quizá el más hermoso pensado nunca.
Entretanto, por un precio de ganga me hice con dos
publicaciones que suman setecientas páginas. Lo que me hubiera costado llevar a
una flaca al cine más unos refrescos de rigor. Para ver una ñoña película romántica. Y aun así correr el riesgo de
que la mina se saliese por la tangente. Con estos dos ejemplares al menos
tendré satisfacción garantizada. Por si no se nota, desde chico siempre me ha
fascinado la palabra “inca” y todo lo que tenga que ver con ello. Sorprende que
prácticamente no se hayan hecho películas, series o cómics con esta enigmática
civilización. Quizás sea mejor así. Para que siga volando la imaginación y no
sea tiempo perdido.
Ja, ja, ja. Eso de los desfiles patrioteros es una plaga cuyo único antídoto es la indiferencia, apreciado José. Y en América Latina, cuando se combinan con el color local para atrapar turistas, puede dar resultados nauseabundos.
ResponderEliminarY sobre Proust, no conocía esa definición de Eco, pero siempre me inquietó la manera como sus textos están llenos de comas y puntos y comas : exactamente como la respiración de un asmático.
Ja, pero a veces ni la indiferencia es suficiente para hacer frente a estos maniáticos desfiles que no sólo azotan la tranquilidad con su cacofónico bullicio sino que además perjudican la transitabilidad de gran parte de la ciudad. Si construyeran un "marchódromo" en las afueras para todos los patriotas de última hora, aplaudiria hasta reventar, y de paso serviría hasta para los cientos de bailarines folclóricos que cada tanto se apoderan de calles con la excusa de sus fiestas patronales, que andando el tiempo aumentan como una verdadera peste.
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