Otro domingo soleado, otro día espléndido para
preparar desayunos sobre la marcha. Improvisarlos me hace renacer el gusto por
la vida, me hace sentir reinventado. Cada uno de ellos es un volver a empezar,
un trastocamiento de los mecanismos del tiempo, como queriendo huir de sus
inexorables derroteros. Basta de pamplinas y, mejor, entremos en materia.
La rutina de un buen desayunista empieza por revisar el refrigerador, lógico, y dar un
vistazo a la despensa, también. En una despensa nunca deben faltar huevos porque
a la hora de las dificultades es mejor tenerlos. Los huevos salvan el desayuno
de cualquier manera: fritos, pasados por agua, revueltos, o como se les antoje
prepararlos. Un huevo frito es lo más sencillo del mundo, que hasta un manco no
debiera tener dificultades. Si alguien dice que fulano “no sabe hacerse ni un
huevo estrellado” es el peor golpe bajo, especialmente a los que presumen de su
virilidad. Porque todo en la vida es cuestión de huevos, ¿o no?
Así pues, para mí el desayuno no es tal sin
huevos. ¿Habrá ritual más sabroso que destapar la punta de un huevo duro,
todavía muy caliente, y meterle una cucharilla de llajua u otra salsa picante
para devorárselo antes de que se enfríe? Y si está acompañado de unas papas
hervidas con cáscara-a ser posible de reciente cosecha- ya es el colmo de la
sabrosura, por ese agudo contraste de lo picante con el harinoso dejo del
tubérculo.
En los fines de semana y otros días ociosos,
mis desayunos rondan la copiosidad, sin falta. Es ahí cuando pongo en marcha la
operación “huevos revueltos”, alternativamente, con queso picado, mortadela, jamón,
chorizo; o recurro a hortalizas tales como cebolla verde, pimentones,
achojchas, etc. De vez en cuando, con mote de maíz sale una combinación
deliciosa, costumbre que adquirí de mi padre. Para el acompañamiento siempre me
valgo de pan crocante o integral, si mi madre hornea los panes tablitas que
tanto me gustan, ya es demasiada felicidad en la mesa. A falta de pan, reviso
el refrigerador por si queda arroz graneado; o tal vez yucas del día anterior
que, después de una retostada de rigor, convertirán el desayuno en una
experiencia cuasi religiosa, y a los pocos minutos ya puede Dios mandar el
apocalipsis si quiere.
Observen la foto de cabecera, esa cosa oblonga
y oscura no es una morcilla o chorizo, escapado de un típico desayuno inglés (ya
pueden ver uno deprimente en una peli de Hitchcock, Frenesí, creo que es). Ya quisieran los ingleses tener una merienda
de tales contrastes cromáticos y sabores aun más distintos, donde el suave
almidón de la papa morada se posa en la lengua trasmitiendo su textura mineral,
terrosa, y que luego puede pasarse a la consistencia cremosa del camote
amarillo para endulzar las sensaciones. Entre pedazo y pedazo de ambos
tubérculos, que pueden saber algo secos, altérnese con el regusto jugoso de la
chorellana para refrescar la boca e ir por el siguiente bocado.
El huevo estrellado parece estar de adorno
pero es el necesario aporte de proteína, vital para equilibrar esa abundante
porción de carbohidratos y verduras. Un desayuno generoso y completo que se
coronó con un café recién destilado en su versión más cargada. Delictuoso es
pensar en bebidas más ligeras como el té, que es más para viejitas, al estilo
inglés con masitas y galletas; si recurren al café instantáneo sigan en su
empeño de perderse lo mejor de la vida y después no se quejen. Pueden salvar el
pellejo si lo acompañan de un zumo ligero de temporada, tal cual de naranja o
mandarina, que yo generalmente me tomo de aperitivo.
Así de sencilla me resultó la faena, gracias a
que preparé con los sobrantes de un platillo que degusté el día anterior. Puse
las papas y camotes en agua caliente para darles un hervor. Es mejor tener una
sartencita exclusiva para freír huevos sin que se peguen. Ahora, no se asusten con la chorrellana (que
así llamamos localmente al ahogado de cebolla y tomate, picados en juliana),
que sólo necesita de un chorrito de aceite, pues es indudable que ambas verduras
soltarán agua al calentarse. Eso sí, piquen en una tabla la cebolla a altura
considerable de los ojos si no quieren llorar como hinchas brasileños, después
del 7 a 1 que les endosaron los alemanes una tarde aciaga hace exactamente tres
años.
"Un trastocamiento de los mecanismos del tiempo", eso es lo que produce la buena comida, apreciado José: un trasladarse a otro tiempo y lugar, empujado por los sentidos del gusto y el olfato , que activan en el cerebro uno de esos dispositivos cuyo nombre solo entienden los neurocientíficos, pero que los mortales llamamos dicha terrenal. Así a secas.
ResponderEliminarPor lo pronto, cierro este comentario y me voy a la nevera... a ver si tengo los huevos bien dispuestos.
Qué vaina, cómo no se me ha ocurrido condensar en dos palabras la sabrosa experiencia. Le agradezco el detalle. Ja, yo por experiencia, jamás pongo los huevos en la nevera porque a menudo se enfrían demasiado y ciertamente cambian sus propiedades a la hora de cocinarlos. Es mejor dejarlos dentro de la despensa u otro sitio fresco, lejos del calor para que no se estropeen.
EliminarSoberbias papas yanarunas.. D sus pagos d origen mi padte volvia siempre con costales albinegros colosales hechos d lana d oveja . Es quizà la variedad mas deliciosa q existe en sabor y color.. Van mas d diez aňosq en esos mismos pagos se dejó d producir esa especie. Mezcla d cambios climaticos, agotamiento d suelos y dejadez d los campesinos..No se. Lo cierto es q todo tiempo pasado fue y serà siempre mjor.
ResponderEliminarY lo d una huevada bien hecha, incontestable. Lo q uno se haga a base d huevos: ràpido, exquisito y barato elemento y muy suficiente pa impresionar a dignas seňoritas q se merezcan una compartida d comida. Oremos por q nos acompaňen siempre los huevos.
El nombre de yanarunas es más apropiado para esta singular variedad (como habrás podido notar, hay una que es idéntica por fuera, igual de piel morada pero con la pulpa de amarillo pálido y de sabor algo más soso), a menudo me dicen las caseritas que se conoce como ‘phureqa’, pero a mí no me engañan, bien que me acuerdo que en las tierras altas de Ayopaya se producían las auténticas phureqas de piel amarilla y de excelente sabor, igual de harinosas para un buen papahuayk’u, que desgraciadamente nunca más las he vuelto a probar, justamente porque los campesinos prefieren cultivar variedades más comerciales. Pero esta morada tiene un sabor inigualable que bien se merece un post aparte, con asaditos de por medio, que el otro día me zampé con sumo placer. Vete salivando, te aviso. Abrazos.
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