Frecuentemente señalamos a Yanquilandia como
la tierra de la desmesura, del despropósito hecho monumento, del disparate
elevado a categoría de arte. Allá están obsesionados con la grandeza, se
cuenta, y bien que lo hacen saber con grandes, enormes, monstruosas
manifestaciones con todas sus letras que casi siempre bordean el mal gusto. Son
bordes en todo, comentan algunos viajeros. Pero no hace falta viajar tan lejos para
toparse con esos aires grandilocuentes; aquí también habíamos sido unos
notables cultores de la megalomanía, sólo que a escala local. Antaño, solía
darme una vuelta por varios pueblos aledaños a Cochabamba y siempre quedaba
encantado con sus ambientes bucólicos, sus iglesias coloniales, sus placitas
silenciosas de glorietas tipo carrusel, sus viejas edificaciones que rezumaban
mucha historia. Cada viaje suponía un nuevo descubrimiento, una distinta forma
de ver las cosas, pero siempre la misma satisfacción de haber acumulado gratas
experiencias además de conocimiento.
Hoy, apesadumbrado compruebo que gran parte de
ese patrimonio natural, cultural y arquitectónico se ha venido abajo por acción
de los propios habitantes, a título de subirse al carro de la modernidad. Con
honda tristeza he ido recorriendo esas viejas callejas donde otrora abundaban
los portones y tejados, reemplazados por fachadas de ladrillo desnudo y franjas
de cemento sin estética alguna. Ya es una constante que los edificios ediles y
otras construcciones históricas sean borrados del mapa, y en su lugar se
levanten “modernos” edificios de cristal y hormigón donde a veces el nombre del
municipio se anuncia en aberrantes luces de neón, para lucimiento de sus
alcaldes, los mayores responsables de la chocante transformación.
Ya no hace falta ni adentrarse a los poblados
para hacerse una idea del desastre, bastará con fijar la vista en los arcos de
bienvenida y otros implementos urbanísticos que buscan impresionar a los
forasteros. Antes era una rareza ver a la entrada de toda población estos
monumentales ejemplos de fondos tirados a la basura. En una suerte de pueril
competencia por popularidad y sabe Dios qué otros afanes, los alcaldes y otros
funcionarios adornan sus egos, creyendo cándidamente que son más originales que
sus colegas de las comarcas adyacentes. Esta es una pequeña muestra que atañe a
algunos municipios vallunos, muy cercanos a la Llajta, que tampoco se salva del
barroquismo chillón, como todo pueblo grande. ¡Qué será del resto de Bolivia!,
no quiero ni pensarlo. Aunque para todo hay seguidores en este mundo de locos.
Bienvenidos turistas de lo exótico, de las pato-aventuras y de las emociones
fuertes, que en ello, Bolivia es el paraíso, precisamente. Como se dice en
tierras ibéricas, alguien se ha pasado tres pueblos. ¿Seré yo? Observen y
saquen sus conclusiones:
El arco de Constantino, versión valluna,
erigido trabajosamente con el gentil auspicio de la cementera asentada en las
inmediaciones. Con tanta piedra abundando en la zona, pudieron habérselo
currado mejor. Pero había que hacer un monumento al cemento, por coherencia, me
imagino.
Municipio de Vacas, si al menos hubieran
puesto unas vaquitas para hacer honor al nombre, pero optaron por un Cristo y
unos ángeles guardianes, ya parece.
Villa Rivero, qué manera de colgar objetos: un
libro, una caja, y una torrecita que parece mecerse en el aire. ¿Será una
alusión al presidente colgado, Gualberto Villarroel?
Punata, denominada por sus habitantes la Perla
del Valle: a sus autoridades no se les ocurrió otra cosa que adornarse con un
choclo gigante, una yunta de bueyes, unos fieros caballos y un aguerrido
lancero que ataca al cielo, entre otras perlas. Todo en un rejunte que no tiene
ni pies ni cabeza, ni mucho menos sentido alguno.
Cliza, este arco parece resumir la esencia del
cochabambinismo rancio: chicha a cántaros, sombrero valluno, “ricos pichones” a la
brasa y un Cristo con rostro sufrido que aparece semiescondido, pero que tenía
que figurar de todas maneras.
Tarata, pueblo colonial caracterizado por sus
impresionantes iglesias y casonas antiguas, pésimamente anunciado por una
maqueta surgida de la mente trasnochada de un estudiante primerizo de
arquitectura. Las letras doradas son un insulto al verdor de los molles y otros
árboles del camino.
Tiquipaya, pueblo que se enorgullece de sus
flores y jardines, ridículamente simbolizado por una torre que parece comprada
de una feria de miniaturas. Y ese brazo incrustado en sus entrañas, que semeja el boomerang extraviado de algún
gigante, no tiene parangón en kilómetros a la redonda.
Para terminar, he aquí un ejemplo de
lujuriante tropicalismo: Villa Tunari, un pueblo enclavado en el trópico
cochabambino, anuncia su estampa turística con este pantagruélico
mamotreto de puro hormigón, en una suerte de broma al visitante. Esta obra parece perpetrada en una noche de verde borrachera. Qué descacharrante eso de llamar 'paraíso etnoecoturístico' con un toldo de cemento en medio de la selva. Dos troncos atravesados tendrían más coherencia.
Bueno, como hay teóricos para todo en este mundo, entiendo que a eso lo llaman "La estética del mal gusto", manida frase en la que lo único afortunado es el oximoron.
ResponderEliminarPero despreocúpese, que esa tendencia es tan antigua como el mundo. Dese una vuelta por la historia del arte universal y verá.
Muy buen apunte, amigo Gustavo, ciertamente el que concibió esa frase parece que fue el único que tuvo buen gusto, dio en el clavo. Lo terrible es que estas corrientes van en aumento, codo a codo con el arte convencional.
EliminarMe gustaría ver uno de tus planteamientos de portal, para criticar hay que tener lo alternativo y si no los tienes, no tiene ni pies ni cabeza tus absurdas criticas... se nota que no sabes nada de estética, descalificas todo y noto que son palabras de un fracasado que no le quedó otra que quedarse con la reyerta y rebuznar contra todo… tu critica tendrá sentido cuando muestres tu planteamiento, mientras tanto solo eres un demagogo, aunque tengas razón…
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