Vine a Sipe Sipe porque me dijeron que acá
había lo que buscaba, un producto tal llamado phiri. Mi prima me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a buscarlo
en cuanto pudiera, un domingo de esos. Tanto le estuve dando vueltas al asunto,
en los últimos meses, que mi antojo seguía creciendo exponencialmente. Y así
andaba intranquilo, azuzando a mis parientes para que me trajeran a esta
comarca de rojizas tierras y vespertinas ventiscas que hacen silbar los molles.
En el mercado junto a la plaza lo encontrarás, me había recalcado la prima.
El domingo pasado, nos bajamos justo frente a
la iglesia del poblado y le eché una mirada al reloj de su torre: el artefacto
estaba de simple adorno porque mucho ha se había detenido junto con el tiempo.
Tenía cierta lógica aquello, pues hay lugares donde no corren las horas,
mientras que en las ciudades somos esclavos de su implacable rutina.
A lo que vinimos, mi tía Anita y yo bajamos
del jeep para ir a comprar una decena de quesillos para el pan “hojarado” que
íbamos a hornear. Como quien está a punto de efectuar un gran descubrimiento,
así me sentí mientras emprendíamos la corta caminata rumbo a los pasillos del
mercado. El sitio era reducido, no había mayor dificultad para recorrerlo palmo
a palmo. Ni rastros del ansiado phiri. Preguntamos a las vendedoras de quesos,
meneaban la cabeza casi todas, alguna mencionó que ocasionalmente traían pero
en ínfimas cantidades. Por el contrario, pululaban los puestos con aceitosos
buñuelos y otras frituras. Sentí que el viaje había sido en vano, y eso que
íbamos a estrenar oficialmente el rústico horno de leña levantado pocos días
antes. La tarde prometía, porque varias tías se habían compinchado para
elaborar pan casero, pero a mí no me entusiasmaba.
En esas estaba, bajoneado y cariacontecido
como un perro apaleado, haciéndome a la idea de que tal vez nunca más volvería
a probar ese manjar. No es poco, por lo menos son veinticinco años en que no lo
he visto más en mi mesa, ni para la foto. Siendo caminante habitual de los
mercados populares de la ciudad me he topado con lawas, phisaras, motes de todo
grano, humintas y otros platillos de origen ancestral, pero jamás había
encontrado algo parecido al phiri. Me extrañaba que siendo un preparado a base
de trigo, la gente del valle prácticamente lo ignoraba.
Definitivamente creí haber perdido su rastro,
pero en mi recuerdo permanecía imborrable su grato aroma de trigo tostado.
Cuántas tardes de mis años mozos habrán sido de plena dicha, mientras
degustábamos, con los ojos cerrados, cucharadas de aquel insuperable manjar,
rematado con un té de menta que crecía como hierba en el jardín. En lo alto de
una colina un tío había levantado una casita de campo que tenía una vista
inmejorable de toda la huerta y de los cerros aledaños a Independencia. Entre
ciruelos, manzanos y duraznos nos gustaba perder la tarde con mis primos hasta
que la tía Marina nos llamaba a comer. Devorábamos como desnutridos todo aquello
que salía de esa mágica cocina de leña, cautivados desde ya por su humosa sazón.
Ya imaginarán a qué sabía un phiri cocinado en tiznadas ollas de barro. No se
imaginan.
Habré dado tanta pena con mi tragedia
particular que, al poco rato, la tía Anita me informó que había hallado un poco
de trigo guardado en la casa de Sipe Sipe. La tía Lilian conocía los trucos de
su preparación porque había heredado de su madre y ésta a su vez de la suya,
hasta remontarse a los antepasados. En un dos por tres recobré la esperanza y
me fui en busca del tiesto de cerámica en el que se suelen tostar muchas cosas.
Había que seguir los pasos que efectuaban los ancestros si queríamos darle
seriedad al asunto, no era para menos. Tía Anita, después de escoger
minuciosamente el grano para apartar piedrecillas, en pocos minutos lo tostó
moderadamente. Había molinillo de mesa para continuar con la faena, pero ese día
nos apegábamos al reglamento de los ñaupa tiempos, así que de rigor el batán
era el indicado para la molienda.
Por estos brazos cansados juro que me dio
gusto ejercitarlos otra vez, recordando que de adolescente molía locotos y
tomates para la llajua del almuerzo. Dicen que los músculos tienen memoria, y
así lo sentí cuando mis brazos se dejaron llevar por el ritmo, machacando con
cuidado para que no saltaran los granos.
De a poco fui triturando el trigo hasta dejarlo un tanto áspero, sin que
llegue a ser totalmente harina (de ahí, phiri,
que significa desmenuzado). A continuación, tia Lilian, en una olla añadió unas
cucharadas de manteca vegetal (cómo habrá sido de suculento cuando antes se
utilizaba auténtica manteca de cerdo) y una pizca de sal con sus manos
expertas. Mezcló en seco los tres ingredientes con una cuchara de palo por unos
momentos, mientras se aguardaba que hirviera el agua de la caldera.
Fue entonces cuando fui testigo del arte hecho
alimento. Con el fuego a media potencia, revolvía la mezcla mientras dejaba
caer chorros del agua hirviente. Yo siempre me imaginé que el phiri se
elaboraba exactamente igual al arroz graneado, con el agua que debía secarse
lentamente hasta que el grano estuviera reventado. Efectivamente el trigo reventó,
luego de unos veinte minutos, lapso en el cual nos turnábamos para remover constantemente
y evitar que se pegara al fondo de la olla. La cocción fue prácticamente en
seco, mejor dicho al vapor, con periódicos chorros de agua caliente cuando se
notaba que el cucharón daba más batalla por la sequedad. Fuera del esfuerzo que
significaba el removido, el resto había sido de una sencillez apabullante.
Con quesillo desmenuzado (bien vale también
queso común rallado) se completa el decorado en caliente para que el olfato
capte la sabrosura en el aire. Y en caliente también se lo degusta, bien
acompañado de un tinto café para sentir en el paladar una fiesta de contrastes.
Como nutritivo desayuno, como ligera cena tempranera no hay otra cosa mejor. Eso
sí, nada de atiborrarse, que en la mesura está el mejor provecho.
Salvemos al phiri para que no se extinga. Una
humilde merienda de campesinos que, tal como mis tías mayores contaron, era el
alimento básico para el camino, para los largos viajes y duras jornadas en los
sembradíos y otras labores de campo.
Que bello ese guiño a Rulfo para adentrarnos en otra sorpresa gastronómica de su país , apreciado José.
ResponderEliminarDías atrás un amigo muy querido me recordó que en realidad no buscamos un alimento ligado a nuestra historia personal por su aroma o por su sabor. En realidad vagamos como almas en pena en busca del momento en que lo descubrimos y disfrutamos por primera vez.
Ese comienzo del maestro mexicano es tan expresivo, arrebatador e hipnótico, que no podía dejar pasar la ocasión para rendirle un homenaje. Y usted me regala un magnífico colofón para la entrada con otra expresion no menos rulfiana, con eso de 'vagar como almas en pena'.
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