Anoche vi en la televisión que el caudillo y
su socio vicepresidencial fueron silbados y abucheados por un sector de la
población cuando encabezaban el Desfile de Teas en una céntrica calle
cochabambina. Nada parecía hacer mella en sus rostros grotescos de sonrisas
prefabricadas y saludos amanerados que repartían a cualquier parte de la multitud
para disimular. Indudablemente, causaba gracia aquel despliegue folclórico y
policromático de autoridades con bandolera, uniformados con charreteras
flanqueando, estandartes de toda laya y hasta azafatas disfrazadas de cholas
vallunas bien aderezadas de celeste y blanco, a juego con los colores locales.
“Fue el primerooo, salchicherooo, en la lucha marciaaal...”, solíamos cantar-en
voz baja- cada vez que tocaba ensayar las sagradas notas del himno a Cochabamba,
mientras nos aguantábamos las ganas de orinar. Fue hace tantos años, pero bien
que me acuerdo, carajo.
Este día, 14 de septiembre, que se celebra a
todo bombo y trompeta el aniversario departamental, me vienen a la mente las
horas cívicas de mis tiempos de escolar. Menos mal que he olvidado toda esa
parafernalia patriotera de representaciones históricas y demás puestas en
escena que cada tanto se repiten en los patios de todas las escuelas de
Bolivia. Para recordar a los héroes y protomártires, dicen. Y bien que
recordamos su legado, jodiendo de mil maneras al país a cada rato. La historia
de Bolivia es un bucle de un agujero negro que nunca termina.
Pero lo que no he olvidado son las sabrosas
degustaciones que, tras esas agotadoras horas cívicas, efectuábamos en las
puertas del establecimiento o inmediaciones. En otras ocasiones, cuando tocaba
realizar los desfiles en la plaza del pueblo, apostadas en las esquinas, las
vendedoras aguardaban con sus canastos repletos de bizcochos y otras masitas.
Ese era el consuelo para tener que asolearnos durante horas frente al inmueble
de la alcaldía donde reposaba el altar dedicado a los libertadores. Sonaban los
himnos, agotábamos las gargantas de tanto cantar y gritar vivas y glorias a un
sinfín de personajes. Y el cansino acordeón mal afinado, del profe de música,
que nunca callaba. Por fin, casi al mediodía sonaba el silbato de retirada
general y aquel mosaico de guardapolvos y uniformes se deshacía
instantáneamente para ir al asalto de cualquier cosa que llevarse a la boca
porque el estómago rugía de hambre.
Me cuentan hoy que esas míticas moldeadoras de
rosquetes y empanadas rellenas con dulce de lacayote se han ido muriendo junto
con la tradición. Nada había más suculento que chuparse los dedos después de
devorar esos acaramelados rosquetes de textura blanda y entrañas de
arrebatadora delicia con toques de canela. Tanta dulzura contenían aquellos
manjares que las vendedoras tenían que lidiar en todo momento con las abejas
que pululaban alrededor de los canastos. Ya en esos tiempos, circulaba la
noticia de que una de esas artesanas había muerto del corazón por una de esas
picaduras.
Ciertamente, los famosos rosquetes blancos de
Punata son dignos de comerse pero, al ser tan duros y faltos de relleno, nunca
se me antojan al contemplarlos en la calle. Además, a mí todo lo merengue
–empezando por mi aversión al Real Madrid- me empacha desde el principio. Ni
modo, queda nomás vivir de dulces evocaciones porque mucho ha que no he vuelto
a probar aquellas prodigiosas lamp’aqanas
(empanadas de lacayote), de bordes crocantes y sabores insuperables. Encargué que me trajeran por lo menos unos rosquetes
de la plaza de Independencia, pero al verlos que ahora los vendían sobre
carretillas sentí un mal presentimiento. Efectivamente, su relleno era una
miseria de dulce de lacayote y su masa una desgracia incomible. Se me
despertaron las ganas de llorar.
Pero mejor que se despierten las risas de
antaño cuando pervertíamos los inmaculados himnos, en una suerte de
inconsciente rebelión contra todo lo obligatorio. Había en el pueblo, una vieja
vendedora de empanadas y rosquetes que respondía al apodo de la Ch’aska, no recuerdo si por su
apariencia desarreglada o por sus largas pestañas. A quién se le habrá ocurrido
dedicarle un chusco homenaje con una estrofa, no lo sé. El hecho es que cada
vez que nos tocaba ensayar la Marcha Naval, no faltaba una vocecilla que
cambiaba la letra justo cuando entonábamos la parte del coro, mientras el
profesor de música entornaba las orejas para atrapar al díscolo. Tanto
martillarnos con cánticos sobre un mar fantasmagórico, algo había que hacer, me
digo en retrospectiva. He aquí las dos versiones, la del himno marítimo y la de
un grupo de chicos, cuyo afán era en ese entonces echarse unas risas y nada
más.
“Antofagasta, tierra hermosa
Tocopilla, Mejillones, junto al mar
con Cobija y Calama, otra vez
a la patria volverá, volverá”.
|
“thanta(avejentada) canasta de la Ch’aska
empanadas y rosquetes junto al té
con cobija y frazada, otra vez
a la cama volverá, volverá.
|
P.S. Escuchen el himno naval, y sabrán qué bien encajan los versos apócrifos.
Roscones los llamamos en estas tierras, apreciado José. Y suelen estar rellenos con dulce de guayaba y arequipe( un tentador dulce de leche).
ResponderEliminarCada vez que puedo me abandono a sus delicias, con o sin pretexto patriotero.
Ay, su rèplica acaba de provocarme un doloroso espasmo en el estòmago, con ese tentador dulce de guayaba. De solo recordar la deliciosa fragancia del fruto ya me asaltó el hambre. Aquí en Bolivia, es muy raro encontrar mermelada de guayaba o algo parecido.
Eliminar