El misterio habitaba en Caballo Cunca.
Un día de aquellos, por pura diversión de niño, te ibas a
las tierras bajas al sureste del pueblo. Único y extraño paraje de suelos
ardientes y cactus como cirios gigantes, a la vera del camino. Por todo bicho,
cigarras metían bulla escondidas entre los espinos de los algarrobos. Eso era
La Vega, tierra de espinos y huertas de chirimoyas con muros de nopales. Donde brotaban
algunos hilos de agua crecían como juncos unos escasos cañaverales. Viejo
trapiche en el patio de alguna casa con aires de abandono. No había almas a la
vista, a veces tropezábamos con cabras montaraces. Lo demás era matorral y
sequedad agobiante como en las infernales arenas del Chaco.
Oíamos historias. Que enormes víboras cascabel que decían
que allí moraban. Que tarántulas apasankas más peludas que un mono. Que
saltamontes del tamaño de palos. Pero yo alucinaba con Caballo Cunca, aquella
intrigante montaña pelada que escondía un desconocido mundo para mí. Donde
finalizaban los bajíos de La Vega, el rio se angostaba bruscamente, aprisionado
por una estrecha garganta. La gente decía que era imposible seguir bajando por
ese desfiladero de rocas que parecía conducir a las entrañas de la Tierra
misma. Del otro lado de Caballo Cunca, me imaginaba que había un espeso bosque
de niebla permanente, trajinado por tarukas con cornamentas doradas, pumas
azules y zorros rojos.
Parecía que Dios había creado un gigante para vigilarlo
todo. Le sobrevivía su cabalgadura petrificada.
"Al penetrar/en la sagrada esencia/del misterio/lo único que hacemos/ es matarlo", escribió un poeta ruso, apreciado José.
ResponderEliminarHabrá que seguir el consejo del poeta, amigo Gustavo, para no estropear los antiguos recuerdos envueltos por el misterio. Con las ganas que tenía de emprender una aventura, un dia de estos, a esa región para resolver la incógnita. Desafortunado dilema, en todo caso.
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