Al noroeste del pueblo, más allá de los confines del bosque
de Phajchanti, decíase que había una cierta laguna de aguas quietas pero
tempestuosas a la menor provocación. Las malas lenguas afirmaban que cobraba vida,
aquel estanque perdido entre nubes y montañas, si algo perturbaba la calma de
su superficie. Circulaban viejos cuentos de que pastorcillos habían sido
tragados hasta su volcánico fondo por andar en las orillas tirándole piedras
por mera diversión. Empero, las más de las opiniones coincidían en que lo de
“phiña” (brava, iracunda) se debía al mal tiempo que allí reinaba usualmente:
densas brumas y lloviznas permanentes, vientos húmedos y silbantes, tan
normales en semejantes páramos perdidos de los Andes. Pero la leyenda
permanecía y tenía su efecto disuasorio hacia los intrusos.
Naturalmente, aquellas misteriosas historias nos tenían
atrapados cuando éramos chicos. Hace más de veinte años emprendimos la caminata
rumbo a su encuentro, espoleados por la curiosidad. Nuestras incursiones, por
entonces, no pasaban de adentrarnos en las espesuras verdes de Phajchanti. Más allá
de ese bosque primitivo, lo demás nos sabía lejos, lejísimos, y el sendero se
tornaba demasiado ascendente hasta perderse en las moles del horizonte.
Sabíamos que detrás solo había cerros y más cerros que tramontar. Aquello era
descorazonador para muchachos acostumbrados a moverse entre paisajes verdes y
arbolados.
Insignificantes matorrales y el suelo alfombrado de paja
brava nos acompañaban todo el camino. Recobrábamos aliento y esperanza cuando
en alguna quebrada divisábamos siluetas de khewiñas, acaso los arbolitos que
crecen a mayor altura en el mundo. No había cuándo termine esa sucesión de
colinas yermas y entornos rocosos de tristes tonalidades. Pero la laguna nos
llamaba, escondida en las oquedades de esas montañas sin nombre. El espíritu
aventurero nos jaloneaba de alguna manera, a pesar de la sed, a pesar del
cansancio que íbamos cargando.
No recuerdo cuántos fatigosos kilómetros nos apuntamos aquel
día. Solamente me queda claro que llegamos a las fuentes de ese ignoto
manantial al mediar la tarde, con el sol ya posicionándose en el poniente.
Tuvimos suerte, los rayos de sol reflejándose en sus aguas cristalinas
compensaban con creces el esfuerzo. Había algo de espíritu curador en aquel
solitario paraje de heladas aguas. Sumergimos los pies unos segundos en sus
orillas, hasta que los huesos sintiesen el rigor. Decíase, que en sus honduras
moraban truchas tan largas como espadas. No parecía haber vida en aquel entorno
pero nosotros nos sentíamos rejuvenecidos. Silencio total, interrumpido por
alguna leve ola que el viento arrastraba suavemente. Quietud embriagante,
pureza de aire llenando los pulmones. Prístina belleza en el ocaso del mundo.
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PD. Aquí la banda sonora de la evocación
Fotos: Facebook
Lo que ustedes vivieron fue un nuevo bautismo, que es como decir otro nacimiento, apreciado José.
ResponderEliminarA menudo olvidamos que venimos del agua y que cada vez que nos sumergimos en ella estamos volviendo a lo más esencial de nuestra condición.
El hombre de ciudad banalizó ese misterio, pues cree que todo es cuestión de abrir la ducha y pagar la factura.
Eso explica la atracción natural por el agua que tenemos los humanos. Ya veo que con esa inmersion inconsciente estábamos haciendo caso a nuestra memoria genética. Acuáticos somos, empezando por nuestra composición corporal.
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