Museo del Prado |
De paso por Madrid, me debatía entre visitar sus
tradicionales sitios turísticos de postal, léase; Puerta de Alcalá, Cibeles,
estación de Atocha, la Gran Vía, el Santiago Bernabéu -aunque soy culé, me interesaba
visitar el fortín rival-, etc. o darme una vuelta por sus museos más
importantes. Principal inconveniente, la voracidad del tiempo (sólo tenía un
par de días). Sabiendo que quizá no tendría otra oportunidad en la vida, elegí
lo segundo. Siendo un crío alucinaba contemplando las principales obras
pictóricas de la Humanidad, que ilustraban mi viejo y querido Larousse y otros
libros. Y cuando puse pie en la capital española se me vino inmediatamente a la
cabeza, la idea de verificar por mis propios ojos tales obras de arte. ‘Ver
para creer’ dicen.
Casualmente, esos días en que el otoño concedía un bellísimo
tono a los parques y avenidas de la ciudad, se exponía una muestra itinerante
de Rembrandt. Así que tomé boleto y
aguardé pacientemente en la fila de curiosos por ver la colección del notable
pintor holandés. Entramos, a los pocos minutos el salón rebosaba de gente,
entre tropiezos buscaba identificar los cuadros más importantes, reconocí
algunos, pero extrañamente no estaba el ejemplar que más deseaba conocer, el
enigmático ‘Autorretrato con dos
círculos’. Primer chasco.
Poco a poco me fui introduciendo por las laberínticas salas
del Museo del Prado, aunque tenía en
mente qué cuadros y autores deseaba conocer, como todo neófito entusiasta comencé
por las primeras salas. Obras impresionantes, algunas tan enormes en extensión
que no salía de mi asombro. Transcurrió un par de horas, la vista me empezó a
cobrar factura, dudé sobre continuar. ‘A tomar por saco’ me dije, vayamos a ver
‘Las Meninas’, ‘El conde duque de
Olivares’ (siempre me llamó la atención su enorme nariz) y ‘La rendición de Breda’ y punto final
pensé. En el trayecto pude ver algunos cuadros de Murillo y reconocer otros del Greco.
Así, viendo que las salas nunca se terminaban, decidí acabar mi primer
paseo pictórico. Mareante.
Bastante prevenido, dudé entre visitar otro museo o irme de
paseo por algún otro sitio, pero pudo más mi necesidad de conocer a Picasso y su ‘Guernica’. No quedaba lejos el Reina Sofía. Recorrí sus asépticas y frías salas, sin detenerme a observar las muestras de arte
moderno, hasta que tropecé con las obras de Miró. Reconocí cómo no, algunas de sus maravillosas obras y ese
estilo tan peculiar de manejar los colores y formas que lo ha hecho tan famoso.
Pero también vi algunos disparates como un fondo blanco salpicado de puntos
negros o trazos sin ton ni son, o un collage
de madera y plancha sin ninguna explicación, expuestos por llevar la firma de
Miró u otros artistas de renombre. Claro, ¡el arte por el arte!
A punto de perder la esperanza, llegué a la sala exclusiva
del Guernica, nunca había imaginado que fuera imponente, el cuadro es tan
intimidante que muchos visitantes guardan un silencio respetuoso, casi de
funeral. Me arrimé contra la pared enfrente y lo contemplé extasiado por diez
minutos. Abandoné el museo, afuera soplaba un viento frio, el malestar de
cabeza empezaba a remitir.
A la mañana siguiente me fui a la Caixa Fórum, a contemplar una exposición arqueológica de la cultura etrusca (maravillosos
orfebres), pero esta vez el recorrido fue pausado, sin sobredosis. Es que el
arte es adictivo.
Esto es lo que concede la alegría de vivir.
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