19 enero, 2011

0 Madrid: Cómo convertir el arte en dolor de cabeza


Museo del Prado
De paso por Madrid, me debatía entre visitar sus tradicionales sitios turísticos de postal, léase; Puerta de Alcalá, Cibeles, estación de Atocha, la Gran Vía, el Santiago Bernabéu -aunque soy culé, me interesaba visitar el fortín rival-, etc. o darme una vuelta por sus museos más importantes. Principal inconveniente, la voracidad del tiempo (sólo tenía un par de días). Sabiendo que quizá no tendría otra oportunidad en la vida, elegí lo segundo. Siendo un crío alucinaba contemplando las principales obras pictóricas de la Humanidad, que ilustraban mi viejo y querido Larousse y otros libros. Y cuando puse pie en la capital española se me vino inmediatamente a la cabeza, la idea de verificar por mis propios ojos tales obras de arte. ‘Ver para creer’ dicen.
Casualmente, esos días en que el otoño concedía un bellísimo tono a los parques y avenidas de la ciudad, se exponía una muestra itinerante de Rembrandt. Así que tomé boleto y aguardé pacientemente en la fila de curiosos por ver la colección del notable pintor holandés. Entramos, a los pocos minutos el salón rebosaba de gente, entre tropiezos buscaba identificar los cuadros más importantes, reconocí algunos, pero extrañamente no estaba el ejemplar que más deseaba conocer, el enigmático ‘Autorretrato con dos círculos’. Primer chasco.
Poco a poco me fui introduciendo por las laberínticas salas del Museo del Prado, aunque tenía en mente qué cuadros y autores deseaba conocer, como todo neófito entusiasta comencé por las primeras salas. Obras impresionantes, algunas tan enormes en extensión que no salía de mi asombro. Transcurrió un par de horas, la vista me empezó a cobrar factura, dudé sobre continuar.  ‘A tomar por saco’ me dije, vayamos a ver ‘Las Meninas’, ‘El conde duque de Olivares’ (siempre me llamó la atención su enorme nariz) y ‘La rendición de Breda’ y punto final pensé. En el trayecto pude ver algunos cuadros de Murillo y reconocer otros del Greco. Así, viendo que las salas nunca se terminaban, decidí acabar mi primer paseo pictórico. Mareante.
Bastante prevenido, dudé entre visitar otro museo o irme de paseo por algún otro sitio, pero pudo más mi necesidad de conocer a Picasso y su ‘Guernica’. No quedaba lejos el Reina Sofía. Recorrí sus asépticas y frías salas, sin detenerme a observar las muestras de arte moderno, hasta que tropecé con las obras de Miró. Reconocí cómo no, algunas de sus maravillosas obras y ese estilo tan peculiar de manejar los colores y formas que lo ha hecho tan famoso. Pero también vi algunos disparates como un fondo blanco salpicado de puntos negros o trazos sin ton ni son, o un collage de madera y plancha sin ninguna explicación, expuestos por llevar la firma de Miró u otros artistas de renombre. Claro, ¡el arte por el arte!
A punto de perder la esperanza, llegué a la sala exclusiva del Guernica, nunca había imaginado que fuera imponente, el cuadro es tan intimidante que muchos visitantes guardan un silencio respetuoso, casi de funeral. Me arrimé contra la pared enfrente y lo contemplé extasiado por diez minutos. Abandoné el museo, afuera soplaba un viento frio, el malestar de cabeza empezaba a remitir.
A la mañana siguiente me fui a la Caixa Fórum, a contemplar una exposición arqueológica de la cultura etrusca (maravillosos orfebres), pero esta vez el recorrido fue pausado, sin sobredosis. Es que el arte es adictivo.
Esto es lo que concede la alegría de vivir.

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