Cuando emprendas tu viaje a Independencia,
como diría un poeta, pide que el camino sea largo (lo será, my friend), lleno de aventuras (eso
seguro, porque el estómago se te hará un nudo la primera vez), lleno de experiencias
(verás paisajes nunca vistos antes, desde campamentos mineros colgando de la
pared de una montaña hasta poblados perdidos en profundos cañadones de
imposible acceso, y te preguntarás cómo la gente puede vivir en tales sitios).
Cuando llegues a Independencia no te olvides
de visitar Phajchanti, a unas dos o tres horas de caminata según el fuelle de
tus pulmones. Atravesarás el angosto rio Tomoqoni por un puente de palos con el
estruendo del agua sobre las rocas y seguirás el sendero que lleva montes
arriba, y si lo haces antes que el sol te pille, sentirás el aire húmedo
perfumado de salvia y rocío. Por todos lados el verdor te rodeará, y sentirás
esa plenitud que sólo ofrecen los lugares vacíos o despoblados.
Te toparás con marañas de arbustos y
enredaderas que a modo de alfombras cubren las laderas. Detente un momento y
toma una bocanada de aire, reconocerás el aroma de la tierra vegetal. Mira
alrededor y quizás divisarás en algún claro los inconfundibles puntos violetas
de los papales floreciendo, la única huella del paso del hombre en tales partes.
Si tienes suerte, verás cierto picaflor de larga cola tornasolada asaltando las
flores o descubrirás pajarillos de vivos plumajes piando entre las ramas. No te
asustes si una pispila (torcaz gigante) levanta vuelo de pronto entre los
matorrales.
No desfallezcas si el camino se te hace
interminable, si las colinas se suceden una y otra vez. Aguanta el paso y al
llegar a una explanada se te abrirá un prado que colina abajo te conducirá al
bosque de Phajchanti, una densa arboleda de tonos oscurecidos, que a lo lejos
se torna impenetrable. Al rato caerás bajo el embrujo de esa manifestación
primigenia de la naturaleza, un paraje de otra época geológica, poblado casi
exclusivamente por pinos de monte y otras especies endémicas, que la convierten
en un sitio único en Bolivia, según aseguran los botánicos.
Quieres levantar la vista, y arriba apenas se
ven bromelias, orquídeas, líquenes y bejucos que se entrelazan como telarañas
gigantescas. Abajo en las sombras, entre la hojarasca dispersa trajinan las
huidizas pavas de monte, aunque jamás te percates de su presencia. Reina un
silencio intimidante en ese bosque umbrío que no parece ver la luz. Así fue y
lo será mientras lo permita la mano del hombre.
Y estás listo para columpiarte de las lianas,
imitando los gritos de Tarzán. Pero no esperes que te responda el eco. Tu grito
se ahogará en lo más recóndito de su espesura.
El autor, "tarzaneando" cuando era un mozalbete |
¡Ufff! se me cortó el aliento tratando de seguir su paso por esas empinadas maravillas, apreciado José.
ResponderEliminarY eso que se me considera un buen caminante.
Mil gracias por esas impagables estampas bolivianas.
Ja, podria decirse que el ritmo que le impuse al relato fue a paso de adolescente, cuando tenía toda la energia y entusiasmo del mundo en mis pies. Hoy, habiéndome convertido en citadino, ciertamente me costaría un montón llegar al mismo sitio. Pero desde luego, la sensación del redescubrimiento sería muy emocionante. Ah, dulces recuerdos de tiempos idos.
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