Me imagino a Dios, finalmente apiadándose de los
sufridos israelitas y diciéndoles: contemplad la Tierra Prometida. No otra cosa
pensarás, querido viajero de ásperas ciudades, al observar desde el balcón de T’ojluluni,
esa infinitud de verdes colinas y arboledas que bañan el valle de Independencia.
Cuando emprendas el largo viaje a la capital
ayopayeña, después de haber atravesado serranías rojas cortadas como a cuchillo
caliente, pampas interminables de paja brava y atisbado precipicios de ríos
plateados que se pierden en la lejanía; después de haber sorteado cumbres
vertiginosas y quebradas de lodos amenazantes; después del paso silencioso por
la orilla de pueblos polvorientos y caseríos fantasmas en sitios desolados; tu
cansancio, extraño viajero, será recompensado con una transformación brusca de
la ruta y del panorama. Notarás las curvas descendentes pero el cambio de ritmo
más lento te hará apreciar los matices del camino.
Tu vista se perderá en sembradíos que irán
apareciendo, como las siluetas interminables de eucaliptos que te acompañarán
en el resto del trayecto. Fluye la vida
en arroyuelos de aguas cristalinas y arbustos multicolores que trepan colinas
arriba. Hirsutos perros irán a tu encuentro con alegría y, en los alrededores,
ovejas y cabras estarán pastando tranquilamente. Se acerca el final de tu
viaje, ya se divisa la última curva que parece inalcanzable.
De pronto, allí donde la carretera parece que
conduce al abismo, en una verdeante hondonada descansa el pueblo de
Independencia. Estás en la explanada del cerro de T’ojluluni. Es imperativo
detenerse, porque mañana tendrás otra vista y no la verás igual nunca más: contempla
lo que los palqueños llaman orgullosamente la “sucursal del cielo”. Allí esperan
a los visitantes, a las bandas y otros músicos itinerantes a mediados de julio,
en los días de fiesta patronal.
Abajo te aguardan los frescos maizales y
tréboles en flor, las huertas junto al rio Palca, las acequias de pastos
olorosos y colgantes sauces llorones, los bucólicos senderos a la sombra de
ceibos colorados y evocadores pinares. Hacia el norte, las chacras y prados
ceden paso a los bosquecillos de Chullpapampa y Salviani y, más allá, lo casi desconocido,
el reino de los imponentes bosques lluviosos de montaña.
Eso es que lo ofrece T’ojluluni, acaso el
mirador natural más envidiable de todo el país. ¿Qué otra mejor bienvenida que
esta pictórica estampa de esperanzador paisaje?
Apreciado José: leyendo sus bellas- y a veces dolorosas estampas- resulta ineludible evocar los versos del poeta catalán: " Colgado de un barranco/ duerme mi pueblo blanco/ bajo un cielo que a fuerza de no ve nunca el mar/ se olvidó de llorar".
ResponderEliminarAh, si el gran Serrat se topara alguna vez con los paisajes, pueblitos y otros lugares ignotos de nuestra América profunda, sin duda tendría mucho material para seguir obsequiándonos sus entrañables y evocadores cantos.
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