El último sábado fue otro día histórico para
mis registros: como un muerto de hambre maté uno de mis prejuicios. Juraba y
rejuraba que no me gustaba el pato. Sólo una vez me hicieron probarlo, asado a la brasa y me supo
más desabrido y esponjoso que corcho artificial. Habrá sido de “zorro” como se
le suele decir en estos pagos–nunca he conocido el motivo- al macho viejo del
corral, de carnes duras como de cualquier otro animalejo entrado en años.
Aquella ocasión fue suficiente para negarme a probar bocado hasta hoy, han
pasado más de veinte años, la cantidad de palmípedos que se habrán salvado por
no pillarle el gusto. Después dicen que no hay suficientes ecologistas.
No hace mucho pasé por la puerta de un
restaurante bastante conocido y me intrigó el menú del día: escrito con tiza y
bien remarcado se ofrecía “pato a la braza”. ¿Sería un pato extenuado, obligado
a nadar un buen rato antes de ajustarle el pescuezo? ¿Su carne alcanzaría
alguna tonalidad, sabor o textura peculiar, como se afirma que la carne de toro
pasado por el ruedo tiene un toque especial? …Muchos años atrás, mi primo que
era aficionado a la pelea de gallos, tuvo que sacrificar uno suyo, prácticamente
moribundo. En eso, un curioso se lo arrebató de las manos para destinarlo a la
cazuela y no era precisamente ningún muerto de hambre. Aquella imagen del pobre
gallo sanguinolento y del extraño sibarita relamiéndose de gusto, me puso la
piel de gallina. No debería de extrañarme, con las rarezas que come la gente.
Pero esa es otra historia.
Volviendo a lo nuestro, me dejé caer en el
comedor de unos primos, a la una de la tarde como manda la tradición en caso de
almuerzos fuera de lo común; no suelo preguntar por anticipado cuál será el
menú, un poco de educación, señores, si me invitan ya me siento privilegiado
desde el umbral. Contemplar la mesa vacía pero llena de vasos y copas bien
distribuidos en el centro me hizo despertar las notas de vino que tenía
dormidas. Aquello parecía una mesa a la española, con la variedad de artefactos
de cristal que allí suelen prodigarse cuando hay banquete. Solo faltaban los
vasos para el agua tipo Evian pero aquí no se estila procederes tan finos. Me
anunciaron que almorzaríamos pato al horno y unas costillitas de vaca como
alternativa. ¿Servirían el famoso pato al vino?, pronto iba a salir de dudas.
Un tío había encargado dos patos jóvenes en
una granja porque se había antojado sin mediar razón. Se los vendieron en pie y
en ciudad es difícil encontrar a alguien que haga el faenado. No se puede ir
al matadero con tu par de patos bajo el brazo, creyendo que se va a una
tintorería y listo. Entre anécdotas, recordaban los mayores que degustar patos
criollos, esos de estanque o laguna, siempre saben a lodo desagradable, aunque
se los disfrace con mil caldos y diversas hierbas aromáticas. De todas maneras,
nosotros no íbamos a pasar por el mismo trance y desde el horno de cocina ya
llegaban los aromas auspiciosos de unas carnes sazonadas. Pato a la naranja había
sido el manjar y yo imaginando otra cosa. A la mesa, entonces.
No me hice de rogar para ocupar mi puesto y
tampoco los demás, que se veía que le tenían muchas ganas al yantar. Ah,
patito, qué rico es el patito, decía
alguno para animar la charla. Por el tamaño de las piezas parecía algún guisado
de pollo. Fiel a mi estilo descreído hice los honores: no sabía nada mal, es
más, tenía mejor sazón que un picante de gallina, aunque soy un lego en carnes
de aves, no podría precisar a qué se parecía. Suave, jugoso y tierno, suculento
de cualquier modo. Eso sí, ni rastros de la naranja hasta que trajeron el caldo
en el que había sido maridado. El truco
está en la manera de prepararlo, dijeron los anfitriones, y en las horas que
debe “dormir” el bicho antes del horneado. Harán lo mismo cuando lo marean al
vino para que vaya cogiendo sabor. En fin, secretos de cocina que no se airean
cual chismes.
Para rematar el banquete abrimos sendas
botellas de vino tinto, aunque en estos casos los gourmets recomiendan vino
blanco. ¡Qué más da! Había reserva de las pasadas navidades y de otras
ocasiones, según confesó el anfitrión, y la variedad de marcas disponibles dan
fe de aquello. Si alguien me ofrece vino, nunca me hago de rogar. Lejos estoy
de ser un catador pero por lo menos me defiendo por la mínima, eso creo. Lo
primero que hice en España fue probar todo vino que me ofrecían, asumiendo que
como eran vecinos de los franceses el suyo no debería ser malo. Nunca he tenido
la oportunidad de degustar marca francesa porque aunque haya en algún
supermercado la ofrecen a precio de lujo. Y cuando llevan etiquetas
afrancesadas nunca faltan los timos como el sonado fraude de un vino que había
alcanzado cotas de estrellato sólo porque un afamado crítico le había dado nota
alta. Al rato, encargaron una legión de esnobs su respectiva botella. Andando
el tiempo, se descubrió que el vino era común y las etiquetas habían sido
envejecidas artificialmente para darle apariencia de añejo. Se dice que ese
crítico nunca más levantó cabeza.
Yo sí que calenté la cabeza medianamente con
las constantes libaciones. Éramos contados los que rendíamos tributo al más
preciado licor de la humanidad. Miren, que he probado vinos argentinos,
chilenos, brasileños, hasta alguno alemán, y los nuestros que son de altura
(cepas cultivadas a más de dos mil metros) no tienen nada que envidiar.
Nacionalismo con cierto tufillo a cocina, diría alguien, pero bueno; al pan,
pan y al vino, vino. Algún día iré a la asombrosa Andalucía boliviana para
perderme en los brazos de una chura chapaca, y que me haga pasear por las
nubes, como en la película. Y observen que no ha quedado ni una gota que
escanciar, de tanto brindar por Tarija, en su mes aniversario. Si supieran lo
emocionada que se puso mi tía tarijeña, que al rato ya tarareaba algunas
tonadas antiguas de su tierra lejana, con un dejo de risueña nostalgia. Los
chapacos son así, alegres a morir y de su acento cantado ni les cuento.
Yo también detesto el pato. Ni siquiera en la cocina china puedo pasarlo, a pesar del genio de esos orientales para aderezar cualquier cosa con un gusto tolerable. A mi familia le encanta el Pekín Duck pero mi mujer sabe que debe disponer de algo diferente para mi. En cuanto a tu anécdota del gallo y tu primo, recuerdo la ocasión, cuando era estudiante, en que capturamos una gallina en terreno enemigo y tratamos de cocinarla en un balde, grande y grueso, al calor de un vulgar calentador eléctrico. Después de un par de horas de espera, el agua seguía tibia. La gallina debió esperar un par de días, hasta que una vecina, que nos detestaba, se apiadó de nosotros y la cocinó. Sabía horrible, la famosa gallina.
ResponderEliminarPor lo visto, la aversión al pato es un fenómeno bastante extendido. Aquí mismo lo cocinan a la carta, algún día de la semana y no hay muchos restaurantes donde lo ofrezcan. No es una carne popular a pesar de ser económica. Es que su fama de desabrida, dura y maloliente le precede. Que yo sepa no hay ningún sitio especializado que presuma de ser el “palacio del pato” como suele ocurrir con los tantos palacios del “charque, del lechón, del conejo, del chicharrón, etc, desperdigados en todo el valle cochabambino. A pesar de que tenemos chifas, a nadie se le ocurriría pedir pato a la Pekinesa, todo el mundo pide tallarines chinos o, en su defecto, el cerdo agridulce y tal vez algún pollo achinado, je. Creo que solo un par de veces probé su comida y porque me invitaron, las salsas dulces no van conmigo y, además desconfío de los chinos y sus hábitos culinarios.
Eliminar"Pagar el pato", es una expresión coloquial colombiana cuyo sentido último sigue siendo un misterio para mí, apreciado José. Supongo que equivale a pagar la cuenta, cuando alguien no invitado tiene que pagar el consumo de todos por el simple pecado de cruzar por el lugar erróneo a la hora equivocada. Me uno a la lista de patófobos : hace muchos años un amigo nos entusiasmó durante varias semanas con una velada en la que el atractivo central sería un plato denominado Pato a la Naranja. Bueno, lo único memorable de esa tarde fue la naranja... y claro, los buenos vinos que acaban siempre por resolver todas las dificultades del cuerpo y del alma.
ResponderEliminarY ciertamente esa expresión es también usada en nuestro país y con el mismo significado que le asigna: el palurdo que tiene que cargar con las consecuencias de algún enredo o desastre. Su apreciación de que un buen vino puede recompensar un mal día o arreglar una cena poco afortunada, me hizo recordar la confesión cínica de un chef reconocido de Nueva York, quien aseguraba que una buena salsa en el plato disfrazaba la torpeza o el error de algún cocinero que había estropeado un asado o algo parecido. Los clientes, ni se dan cuenta y pagan felices, remataba.
Eliminar