30 julio, 2017

4 Postales callejeras: tercera entrega



¿Quién dijo que los frailes no tienen sentido del humor?

Dale que dale a la caminata, aporreando mis pies contra el pavimento, cotidianamente. Ya quisiera que estuviera en mis manos poder resolver el asunto del transporte. Menos mal que tengo unos zapatos confortables para las andadas, sino a las primeras levantaría las patas, digo las manos. Ya decía alguien que en esta vida sólo hay dos cosas imprescindibles que todo humano debería procurarse: una buena cama y unos buenos zapatos, porque o se está en una o en los otros, infaltablemente.  

Las calles bolivianas son el mejor termómetro de nuestra idiosincrasia. Porque no solamente son auténticos talleres de trabajo (cierre los ojos si alguien está soldando o tápese los oídos si otro corta aluminio, ambos a mitad de acera, y dese un rodeo a tiempo que esquiva a los coches), mercadillos y merenderos al paso, bulevares para que perros se olisqueen mutuamente y paseos para que parejitas tomadas de la mano circulen a ritmo de tortuga. Todo en uno. Usted jódase si no tiene un pasillo despejado.

Por si fuera poco, dese de narices con toldillos bajos y tropiece a cada rato con salientes de acera si es que antes no se ha torcido el tobillo metiendo el pie en un agujero. Una vez más, los perros y sus cagarrutas que no limpia nadie, ni siquiera los activistas protectores de animales. ‘No sea animal, no toque bocina’, reza alguna calcomanía en la ventanilla trasera de un auto. Ni quién haga caso.


Calzones encajados en aros de alambre cuelgan delante de la entrada de una tienda, con parlantes sonando a reguetón desde los costados. Unos pasos más allá, sírvase unas tucumanas del carrito callejero, con toda su gama de salsas, mientras sazona su rica merienda con una generosa ración de humo diésel. Siga caminando y compre una rodaja de piña en carretilla y tire la bolsa plástica ahí mismo, como todos. A media cuadra están los basureritos trillizos y siempre vacíos. 

Después de salir airoso de todos estos obstáculos que le estorban el paso, prepárese para el encontronazo con los innumerables carteles, anuncios comerciales y avisos que, aparte de seguir jabonándole la paciencia, por lo menos le compensarán con los chascarrillos o chistes involuntarios que su presencia genera. Y en algunos casos, podrá toparse con frases que destilan un fino humor.  

Así pues, mientras le doy un repaso a las calles de mi ciudad, un día levanto la mirada y veo que en las vidrieras de un edificio en construcción requieren “maestro fachero”, preguntándome si en verdad estaban buscando profesores de buenas pintas o elegantes o, simplemente, albañiles con experiencia; tal ambigüedad causaría extrañeza o repulsa en España, por ejemplo, dada la connotación que tiene el término “facha” como sinónimo de fascista. Es que aquí todo el mundo se da aires de maestro por ser especialista. ¿No es así, maestro?, le digo al taxista.



Creo que me dio hambre de tanto hablar. Tal vez me vaya para la “Pencion” a tomarme una sopa de letras, a ver si así alimento un poco más mi léxico. Aunque también me muero por probar unas “almondigas” y una sopa de “papaliza”, pero después de leer que también sirven “chage” de trigo me dan ganas de ahorcar al dueño del restaurante; porque si no tiene ni remota idea de cómo se escribe “ch’aqe”, seguro que tampoco entiende ni papa de comida criolla. Buena pista esa de saber la calidad de los platos por el modo cómo los anuncian, aventuro.






25 julio, 2017

3 Probando tamales de maíz pelado



Tamal de queso con aguacate al limón

Nada hay como la comida ancestral. Ya habrá ocasión de hablar de lawas, phiris y otras deliciosas querencias que la memoria guarda con inusitada claridad. Dan ganas de volver a los tiempos idos cada vez que un viejo olor es traído por la brisa desde algún fogón de leña o sitio parecido. Si hasta cuando arde la hojarasca el humo pareciera tener sabor. 

¿Y dónde se prueba la mejor comida ancestral? En el campo, por supuesto. Así que nos dirigimos para Sipe Sipe el último domingo, a mitad de la mañana, pasando por su coqueta plaza, hoy transformada en otro mercadillo y merendero al paso, lamentablemente como viene ocurriendo con todos los pueblitos vallunos. Pude ver que todavía colgaba un largo cartel en una de las esquinas donde rezaba “X Feria del Pañuelo…”, digo del Buñuelo, que seguramente organizaron semanas atrás. Saber que otra placita histórica había sido engullida por el comercio era como para ponerse a llorar.

Por el pollo, para el almuerzo, habíamos circundado la plaza, y de paso nos aprovisionamos de los gigantes “pasteles” que están llenos de aire y apenas algo de queso en sus paredes. El engaño más grande, sin embargo, sabrosos ni duda cabe. Basta que uno se antoje y los demás pecamos por inercia, aunque sea para amortizar el vacío del estómago. Hablando de antojos, decía a mis acompañantes que deseaba un phiri de aquellos de antaño, sin saber que allí en Sipe Sipe podía encontrarse en un puesto del mercado, tal como me aseguró una de mis primas. Como si su humeante aroma me hubiese llamado de repente, al estar en las proximidades. En otra ocasión será, me dije, para ir en su búsqueda.  

Dejamos atrás la población mientras atravesábamos veredas tranquilas donde limoneros estaban en todo su verdor, a pesar del invierno. Seguíamos el camino de tierra, colina arriba, hasta divisar la casita de campo de los tíos, que parecía fundirse junto a un sembradío de cebada como en un cuadro impresionista. El molle de la entrada, en cuanto pusimos pie en tierra, parecía darnos la bienvenida con una ráfaga olorosa de sus resinas. Los tres perros del hogar, ni se mosqueaban ni agitaban la cola al vernos, como si nos conocieran de toda la vida. No sé si al observarlos tan plácidos y asoleándose recostados en el patio me despertó de nuevo el deseo canino de llevarme algo a la boca, como si mente hubiese olvidado que pocas horas atrás había desayunado con normalidad. O es que el campo aviva el apetito o ya se adivinaba un ají de fideo en la cocina. 


Mi tía había pensado, para el plato fuerte, homenajearnos con unos “tamales”, receta heredada de la rama de su familia, ya que en la nuestra no sabíamos de tal manjar y yo jamás había probado alguno. Qué apetitoso se veía de entrada que el maíz cocido iba a ser molido en el batán, de piedra cuadrada bien tallada. Y no era cualquier maíz, sino una variedad selectamente descascarada a la manera tradicional, en paila de cobre y con auténtica ceniza como mejor abrasivo. Se sabe que hoy, por razones de costo y cantidad, los artesanos pelan el maíz, sumergiéndolo en baños calientes con cal u otros abrasivos industriales. En el sabor del grano cocido se sabe al instante la diferencia, pues es innegable el regusto algo amargo que la ceniza transmite al producto en el proceso del pelado. 

Luego ese cocido, mote con gustamos llamar bolivianamente, es idóneo para reforzar ensaladas y guisos como el fricasé de cerdo. En la familia acostumbramos devorárnoslo acompañando las sopas en vez de pan, o a manera de postre con rebanadas de queso. Es que el sutil rastro de la ceniza, es tan subyugante para el paladar que fácilmente puede convertirse en vicio, por lo menos para algunos, con este escribiente a la cabeza.  Y que nos dijeran que íbamos a degustar unos tamalitos de tan rico material, nos despertaba la inquietud mínimamente.

Con una facilidad pasmosa, las manos hábiles de mi tía moldearon la masa resultante, a la que sólo había añadido huevos y algo de sal. En la palma ahuecada, con ritmo artístico, iba formando unas bolas con queso rallado al centro. Para la próxima vez podemos hacer con relleno de carne y ají, cebolla picada y ramitas de quillquiña, me anunció, y yo me juré no faltar al acontecimiento, aunque tenga que atravesar otra vez el horroroso pueblo de Quillacollo, a modo de religioso sacrificio, pensé resignadamente. Ya saben, yo y mi manía de no ir a provincia, con los aires de citadino que me gasto.



Mi prima remató la faena hundiendo los tamales en aceite abundante y muy caliente, previo rebozado en batido de huevo con una pizca de harina. Mientras dábamos fin al primer plato, los tamales reposaban en papel absorbente. Hice los honores correspondientes de hundir el tenedor para tomar un bocado. Aquella explosión de sabor, queso fundido y maíz ‘ceniciento’, aderezada con llajua, desataba la dicha terrenal desde mis adentros. Luego, el patio y unos asientos de piedra a la sombra del molle obraron el milagro de la sobremesa. Hasta que llegó el viento de las cinco, anunciando con su fiero silbar que era hora de regresar.

18 julio, 2017

2 Disfrutando de un Lomo a la Bolivianita





Sin proponérmelo me ha salido bastante patriota la receta de hoy, mejor dicho, el manjar que acabo de improvisar para deleite, primero, de mis ojos y luego de mis papilas gustativas. El subconsciente me ha movido a disponer los elementos del plato en un orden nacionalista, como queriendo imitar los colores de la bandera: enjundiosos tomates que simbolizan la sangre de los mártires de la independencia, doradas monedas de camote a cuenta del oro y otras riquezas del subsuelo y pálidos pepinillos (unas hojas de apio o espinaca quizá le darían más lustre al decorado) para ilustrar el verdor de los prados y bosques que pueblan el territorio nacional. 

Dicen que la patria es la tierra que nos cobija, ese molde de fronteras imaginarias en el cual crecemos. Un concepto tan manipulado a conveniencia que ya no sabe a nada. Mi patria no tiene montañas, ríos, pueblos, selvas, playas ni volcanes. Mi patria palpita en cualquier rincón donde arde un fogón, hierve una marmita y escapa el olor de algo cocinándose. Y de yapa, mi patria descansa en una buena siesta. Mi patriotismo huele a cocina, nada más.

Pero basta de ensoñaciones patrióticas que no conducen a nada. Que, mejor, los sabores de la tierra y los aromas del aire nos conduzcan al disfrute efímero y recuerdo permanente. Qué tal si empezamos por la sopa: ésta ha de ser ligera, de regusto más o menos neutral, tipo una de fideos cabellos de ángel o corbatitas, decorada con cilantro picado como único complemento. Lo de esta yerba no es casual, pues el intenso perfume que emana al contacto con un caldo caliente despertará el instinto asesino por la comida, preparándonos para el placer que viene después (a falta de cilantro, vale el perejil, de espíritu más moderado, eso sí).

Por los efluvios que ya escapan de la cocina se adivina el plato fuerte. No hay nada más explosivo para el cerebro que el detonante de unos filetes asándose en la cazuela. Pura pulpa de lomo de reses criollas, criadas en medio del campo entre pastizales y arboledas. Ganado fiero de múltiples pasturas luego se prodiga en la carne más exquisita, a no dudarlo. Se asegura que el cordero de Oruro tiene un toque dulzón e irresistible por criarse en pleno altiplano, a pura dieta de paja brava. Lo mismo podría aseverarse de la tierna carne que de vez en cuando llega hasta mi mesa, por fortuna o por cortesía de mi madre, más bien.

Negado para filetear carnes como soy le he encargado que me los prepare y los deje listos para la sartén. La magia de sus manos combinada con especias y salsas ha puesto la sazón en su justa medida. La carne ha marinado un par de horas en la salsa para que su jugo sea absorbido lentamente. Por todo trabajo, he puesto a hervir papas y camotes por separado, para que no se manchen unos a otros, y unos son más veloces en la cocción, según lo sé por experiencia. Los vi en el mercadillo del barrio y se me ocurrió combinarlos por primera vez, esperando que me resulte una joya en cuanto a sensaciones. 

Empecemos por la pinta primero: mi platillo se deja comer con la mirada, para activar inmediatamente esa parte del cerebro asociada al placer y la contemplación estética, ¿dónde se ha visto unas subyugantes papas jaspeadas de morado casando perfectamente con el matiz áureo de unos camotes en su punto más dulce? en ninguna patria, salvo quizás en lo más recóndito de unas selvas cruceñas donde se oculta una gema de indudable belleza exótica: la bolivianita. No se puede imitar a la naturaleza, dicen los manuales, pero que estuve cerca con este homenaje culinario nadie me quita de la cabeza.

Ya está, pueden imitarme si quieren en cualquier latitud del planeta. Que los elementos –la carne, los vegetales- los hay a montones. Que la receta del manjar es de una sencillez apabullante, desde luego. Que no entiendo ni papa de cocina, puede ser. Que estoy hablando desde la autocomplacencia, tal vez.  Pero esa papa de cautivadores tonos violetas, con su hondo sabor a tierra mineralizada para mayor dicha, dudo que crezca en cualquier parte. La suerte de vivir en una tierra tan pródiga me hace sentir privilegiado, qué le vamos a hacer, y me hace querendón de estos pagos. ¿Qué eso me hace patriota como ninguno?

Me he zampado el platillo en cuestión de minutos, para que sepan cuánto dura mi patriotismo. Y la carne suavecita, rematada con áspero tinto chileno, casi me supo a placer culpable. Que fusilen al traidor mientras suena la Marcha Car-naval.


Ametrino o bolivianita






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