29 enero, 2016

4 La plaza de la discordia


Esta mañana desperté con la fulgurante noticia de que la plaza principal de nuestra ciudad había sido por fin “revitalizada” luego de cuatro meses de ser machacada por máquinas y cuadrillas de obreros que día y noche removían cielo y tierra para recuperar el orgullo herido de los cochabambinos. Los paceños andan presumiendo de sus teleféricos en el techo del mundo y los cruceños se jactan de sus toboganes acuáticos y olas artificiales. Los vallunos, para no quedar atrás, respondimos con las fuentes de las “aguas danzantes” de última tecnología y, por si fuera poco, vamos a mostrar al resto del país la plaza más coqueta, casi nueva de paquete, con todos los artilugios modernos y con más espíritu Zen que un jardín japonés, que de seguro se convertirá en modelo a seguir para todo estudiante de diseño y otros amantes del paisajismo.

En verdad nos extrañó el sigilo con que efectuaron la remodelación del cuadrilátero, con vallas altas a prueba de curiosos y cierres periódicos de las calles adyacentes a título de seguridad industrial y otros pretextos, obstaculizando incluso la libertad de movimientos de los transeúntes que nos veíamos obligados a zigzaguear entre los corredores de las antiguas edificaciones y materiales de construcción. Alguien denunció que se derribaron árboles para reducir los espacios verdes y llenar de baldosas todo el conjunto con el afán de peatonalizar ciertos trechos. Como sea, parece que pulieron hasta la punta del pico del cóndor que corona el monumento central y le sacaron nuevo lustre a la fuente de las Tres Gracias traída de Europa hace más de un siglo. Los paseantes nos tuvimos que conformar, en ese lapso, con ver carteles esquemáticos y foto del alcalde con casco con la leyenda: “disculpen las molestias, estamos trabajando por…”.

En la mañana, según vi en las imágenes de televisión estaban dando los últimos retoques y removiendo escombros para la inauguración de esta noche a todo bombo y platillo; estrenando, de paso, las farolas de inspiración colonial, me imagino. El comité de festejos  estuvo trabajando desde muy temprano, poniendo en marcha el protocolo que se inició con la iza de la tricolor en el nuevo mástil mientras sonaban las “sagradas notas” del himno nacional y las autoridades acompañaban el acto con renombrado civismo. Era como un ensayo reluciente. En la noche volverán a repetir el acto, a fe mía, pero con muchedumbre rebosante y fuegos artificiales. El alcalde revitalizador se anotará su primera obra estrella o “mega-obra”, y para darle realce se espera la visita de otros alcaldes y gobernadores (todos opositores), acorde a los usos y costumbres que se estilan hoy. Así le sacan provecho a la partida de gastos de representación y demás ítems.


Empero, las cuestiones históricas o arquitectónicas pasaron a segundo plano con la polémica que se desató por el reglamento de uso de la plaza, convertida desde hace una década en otro mercadillo persa, circo de activistas de toda pelambre y hasta dormidero de vagabundos y muchachos inhaladores de pegamento. Activistas afines al evismo fueron los primeros en apoderarse del espacio público, que mediante megáfonos y carteles efectuaban mítines casi todos los días, perturbando la tranquilidad general y terminando por espantar a jubilados y pajaritos por igual. Luego como efecto contagio arribaron los comerciantes ambulantes, charlatanes de feria y artistas callejeros; todo el mundo se creyó que la plaza era de su propiedad, las banquetas su puesto de trabajo y los árboles su meadero particular.

Como era de esperar, a horas de la reapertura al público, los concejales del masismo pegaron el grito al cielo aduciendo que la ley promulgada por el concejo municipal era atentatoria a las libertades civiles, derechos humanos y otras cuestiones. Hicieron correr el rumor de que se desalojarían hasta las palomas de los alrededores. Una concejal de profesión periodista y hoy más evista que el propio Evo, argumentaba cínicamente que la nueva disposición violaba la Constitución Política del Estado, como pretendiendo ignorar que a plaza Murillo de La Paz está restringido el paso desde que el caudillo cocalero gobierna, a menos que sea una manifestación a su favor.

Más allá de las buenas intenciones, de las protestas y de los malentendidos; conociendo a nuestros paisanos, mucho me temo que la limpieza y ornato de la plaza remodelada durarán un suspiro. Por muchos agentes que pongan a vigilar el recorrido, por mucho que “socialicen” el reglamento de uso, al poco rato se desatarán los instintos primarios y el ansia destructiva de mucha gente. Ya veo venir por el horizonte a los movimientos sociales y sus marchas como rabiosas hormigas marabunta. En la obra de una administración opositora se ensañarán con mayor gusto. Sólo hay que esperar.

Presidente del Concejo desmintiendo rumores



21 enero, 2016

2 El calvario de obtener DNI en Bolivia

Esto era el paraíso, comparado con la primera fila en plena calle.

Hay momentos en que duele y avergüenza pertenecer a Bolivia o al tercer mundo, da igual. Normalmente no paro de reír ante las ínfulas del régimen gobernante de que nos ha convertido poco menos que en la Suiza de Latinoamérica. Todo pinta tan maravilloso que, según dicen, nunca nos habíamos sentido tan orgullosos de ser bolivianos: campeonísimos en Dignidad ahora no tenemos que pedir plata a los organismos internacionales para pagar aguinaldos o alquilar aviones para pasear a nuestras autoridades. Es más, damos ejemplo de tener oficinas hasta en el aire: en un avión trabaja incansablemente Su Excelencia -porque hasta en fase REM sigue creando obras espectaculares para Bolivia, el penúltimo de sus sueños fue anunciar que tendremos el centro nuclear más grande de la región-, y en otro un poco más modesto, el Vice está corriendo a inaugurar alguna feria del ganado o tomando el puesto del amado líder, ante los repetidos compromisos internacionales de S.E. que demandan su insustituible presencia.

Sin embargo, a pesar de las faraónicas construcciones (museos, estadios, palacios, coliseos cerrados, teleféricos, trenes metropolitanos al caer), que supuestamente nos ponen en la senda del primer mundo; el estado calamitoso de casi todas las instituciones públicas, empezando por las más básicas, desmiente atrozmente el tan cacareado despegue hacia las estrellas, tal cual la propaganda oficial ha venido recalcando con la puesta en órbita de la chatarra espacial comprada a los chinos a precio de oro. Todos los días nos despertamos con noticias de que en algún hospital no hay agua o suficientes camillas; que alguna escuela tiene goteras o rajaduras peligrosas; o que una oficina policial atiende a la luz de las velas porque acumula facturas eléctricas desde hace medio año y así podríamos enumerar otros casos hasta el hastío.

Hace un par de días fui a renovar mi cédula de identidad, después de seis años como manda el reglamento. Nunca he extraviado ningún documento importante porque siempre he sido cuidadoso. Conviene serlo en un país lleno de trabas burocráticas e ineficiencia administrativa. Desafortunadamente, cada cierto tiempo toca movilizarse para actualizar la documentación y no estar al aire. Hasta para efectuar un minúsculo desembolso al banco piden el carnet, como si importara quién abone a una cuenta. La última moda es que los colegios andan pidiendo tal documento para las inscripciones cuando antes bastaba el certificado de nacimiento. De tal manera que padres preocupados o alarmistas llevan en manada a carnetizar a su hijos, por si las moscas. Con el aumento repentino de trámites, especialmente a fin de año por los viajes y al inicio de la gestión escolar, el SEGIP (Servicio General de Identificación) se convierte en un auténtico calvario tanto para los usuarios como para los propios empleados. Y certifico que lo sufrí en carne propia.

Cómo es posible que, para una población cercana al millón, apenas haya una sola institución que se dedique a tales menesteres y que, para mayor vergüenza, funcione en unos ambientes adaptados de una casa particular y, ¡para variar!, al borde de una circunvalación para tráfico pesado (con el humo diesel que hay constantemente y el riesgo para niños especialmente) y en el colmo de la desdicha lejos de zonas céntricas. Hace una semana terminó la competencia del Dakar, y es repugnante saber que cada año el gobierno desembolsa entre cinco y diez millones de dólares para satisfacer hasta el mínimo capricho de los ricachones que vienen del norte a sentirse más hombres, montados en sus máquinas como guerreritos Mad Max de última hora. Por el contrario, no había habido ni un milloncito para construir un edificio en Cochabamba al indispensable Segip con todas las comodidades y otros rasgos de modernidad, empezando por los baños. ¡Ay, los míseros baños que vi en ese lugar!, con el cartel a la entrada de un fabricante de papel higiénico para mayor ridiculez. Retrato puro de país mierdoso colmado de miseria moral. 

Llegué al sitio alrededor de las nueve luego de tres cuartos de hora de soportar el recorrido meandroso del minibús. Desde la ventanilla ya se divisaba una larguísima cola de gente esperando en la intemperie. Me acerqué a la puerta atiborrada de curiosos para efectuar averiguaciones. Resulta que había una sola empleada sentada bajo un tinglado de calamina que sellaba en algún papel la fecha del día para los tramitantes en orden de llegada. Recorrí la fila hasta el final (calculé que tendría unas tres cuadras de largo) sopesando la idea de abandonar por lo lento del avance. Pero ya estaba allí y volver más temprano al día siguiente tampoco era aliviador habida cuenta de que muchos madrugan para ganar sitio.

Había llevado afortunadamente mi reproductor MP3 para pasar el rato. El tiempo alternaba entre nubarrones y salidas de sol, no hacía calor todavía porque el día anterior había llovido. Los últimos estábamos en una pendiente de subida, con acera ancha pero sin pavimentar y con hierba crecida al lado de los muros. Al pasar más adelante se sentía humedad apestando a orines. Los vendedores de golosinas y refrescos en bolsitas con pajita se acercaban cada tanto. La fila no parecía avanzar y era exasperante. Me ponía de espaldas para que el sol me diera en el cogote. Sentía pena por los niños que se aburrían y tenían que refugiarse en algún rincón cercano. Un molle al borde de la calle era la única sombra. Más arriba, justo al llegar a la esquina de un cruce de avenidas comenzaban los puestos de comida callejera, desde chorizos hirvientes, sándwiches de chancho, hasta sopas espesas de ají de fideo. En ese punto se estrechaba la acera y era inevitable padecer los olores a fritanga y otros efluvios. Y la gente parecía feliz tragando sobre unos banquitos de madera, con el culo asomado al desnudo. Lo increíble era que esas cocinillas hechizas estaban encendidas sobre el paso de una red de gas domiciliario, tal como se podía ver el tubo amarillo en medio de dos comideras con un cartelito diciendo “peligro de explosión”. Una horripilante bomba de tiempo que a nadie parece importarle. Y vamos por el mundo jactándonos de ser la próxima potencia atómica.

Tres horas después llegamos a la puerta para recabar el dichoso sello, con escenas de griteríos por gente que pretendía infiltrarse en la fila. Estampa de todos los días, me imagino. Sólo habíamos superado la etapa más difícil. Porque, ¡oh novedad!, una vez dentro había que sumarse a otra cola para que nos den el número electrónico de atención y de paso nos tomaran huellas digitales en el reverso del “certificado plurinacional computarizado” que los nacidos antes de 2007 estamos obligados a entregar para obtener el nuevo carnet.  Irónicamente, no había papel o servilletas en ese gabinete para limpiarse los dedos entintados (recuérdese que por todo el recinto estaban los carteles de la papelera a modo de exclusivo auspicio, nomás vean la foto 2), y tuve que sacar una bolsa plástica de mi mochila para subsanar el inconveniente de alguna manera. “Siga la línea naranja”, me dijo la dependiente que me entregó el ticket nº 672 para ser atendido. No entendí el mensaje y me señaló una borrosa línea de color en el piso y tal cual un personaje de cuentos infantiles tuve que seguir el rastro por el pasillo. Graciosos estaban, para rematar.

Este auspicio en Venezuela sería surrealista, ¿y en Bolivia, qué?

Finalmente desemboqué en una especie de anfiteatro con tinglado escaleras abajo. El centenar de asientos no daba abasto para tanta gente que de alguna manera se arremolinaba hasta en las gradas dificultando el paso. Las pantallas de televisión semejante a las de los bancos constituían lo único moderno del proceso. Miré mi boleto y vi que faltaban por lo menos doscientas personas que atender antes que yo. Recorrí el recinto y no había un sitio libre dónde sentarse, ni banquetas ni poyos ni nada parecido. Resignado me tuve que apostar en la parte superior del anfiteatro donde había una suerte de mirador, apoyado en la balaustrada. No sé cuánto tiempo estuve ahí, pero de tanto estar de pie ya me dolían las plantas y daba unas vueltas por los pasillos para distraerme. Gente y más gente pululando, uno va detestando a la humanidad paulatinamente. Y que todo suceda dentro de una casa reducida pone a prueba los nervios de cualquiera.

No había probado bocado después del desayuno; con todo, no daban ganas de comer ni una galleta en semejante ambiente. Por primera vez sentí que mirar a tantos congéneres agota, me ardían los ojos. Ni observar a un par de chicas guapas compesaba todo aquello. Tenía que llegar mi turno en algún momento. Suspiré cuando anunciaron mi número e ingresé a una oficina con escritorios numerados hasta el 12. En un lugar muy central de la pared estaba colgado el retrato del caudillo a todo color y con todas las medallas y bandas de su investidura. El amado líder inspiraba a todos aquellos sacrificados burócratas (no hay intención despectiva, hacían lo mejor que podían, como cierto respetable empleado, ya canoso, que megáfono en mano ordenaba los turnos de diez en diez en el anfiteatro y atendía dudas con humildad y buen talante) que de seguro eran el mal menor del sistema.

En mi caso, me atendió una mujer. Me hizo unas preguntas para corroborar datos y sacó la foto correspondiente. No tardó ni cinco minutos, el tiempo que le llevó tomarme la impresión pulgar, imprimir y plastificar mi preciada cédula de identidad. En su escritorio había papel para limpiarse, me lo ofreció. Salí al pasillo. Como acto reflejo miré el reloj de mi celular. Eran las tres de la tarde con cuatro minutos. Exactamente seis horas había durado el suplicio como seguramente para el resto de súbditos plurinacionales. Y después aseguran que vivimos en el país de las grandes transformaciones. A los coches les permiten reservar fecha vía internet para la inspección técnica vehicular. A los mortales toca asolearnos como ocas o pepas de durazno. 

Despues de seis horas, no queda otra que poner cara de prontuariado


14 enero, 2016

2 Los vampiros del Banco de Sangre


Hace unos días fui a donar sangre para un sobrino veinteañero que fue operado de emergencia en el reputado Gastro. Es prácticamente una rutina que cualquier centro médico notifique a los familiares que se van a necesitar transfusiones sanguíneas, para que estos se movilicen y consigan donantes para reponer al Banco de Sangre. Por alguna razón, los médicos no nos dijeron nada al respecto así que los padres del muchacho no llamaron a nadie para efectuarse la sangría respectiva. Pasaron los días y el paciente estaba a punto de ser dado de alta. A la hora de efectuar los trámites de pago, a la mamá del chico la tuvieron a mal traer con la exigencia de que se debía por aparentes transfusiones. Desesperada, y agobiada por los gastos, nos hizo llamar a varios parientes para ir al Banco de Sangre a la brevedad posible. Mi sobrino, harto de cirugías y tratamientos, se tuvo que quedar un par de días adicionales, a modo de garantía.

Siempre me he ofrecido para donar sangre a cualquier allegado, sea familiar o conocido y, por supuesto, a sus parientes respectivos. Una publicación periodística afirma que las personas interesadas tropiezan con dos obstáculos frecuentes: costo elevado de los paquetes hematológicos y conseguir donante por cada unidad retirada. Como en Bolivia no existe la cultura de la donación voluntaria, prácticamente más del 70 % de la sangre proviene de familiares y amigos de los enfermos, remarca otra nota. Para reforzar la estadística me dirigí al centro de referencia, ya muy acostumbrado a sus pormenores, incluyendo las tediosas horas de espera que a veces se tiene que soportar con tal de ayudar al necesitado.

Así que como donante habitual, me conozco de memoria los requisitos básicos para efectuar una donación. Me vienen extrayendo el preciado líquido desde hace más de quince años. Nunca he sentido mareos u otros efectos después de que me vampirizaran y he sido testigo de gente que se desmayaba o sufría repentinos temblores. Nunca me habían rechazado. Y así esperaba esta vez; a mis 38, con casi 80 kilos de perfil atlético, sin patologías ni cirugías encima, sin vulgares tatuajes que presumir, sin mayores vicios que el de tomar un vino u otro traguito de vez en cuando.  En resumidas cuentas, un saludable y apolíneo espécimen de la fauna humana me creía yo, hasta que…

Mi gran defecto había sido no tener novia o no estar casado. Usted, señor Crespo, no puede donar, me dijo aquel payaso de bata blanca. Para comunicarme solemnemente tal cosa me habían pinchado previamente el dedo y extraído una muestra sanguínea en otra sala, como todas las veces. En el ínterin me habían hecho perder el tiempo, desperdiciado minutos valiosos del técnico extractor (habida cuenta de que hay mucha gente esperando) y, obviamente, desperdiciar aguja y otros materiales sanitarios. La lógica me dice que primero deberían someternos al cuestionario de rigor, el pesaje, la toma de presión, etc., antes de descartar a los donantes. Menos de un año atrás había efectuado mi última donación sin mayores problemas y de pronto el hematólogo (o algo parecido) me sale con el cuento de que no era apto por no tener una pareja estable. ¿Cuándo fue su última relación sexual?, me preguntó.- Hace tres meses, “su señoría”, le respondí a aquel inmaculado juez de la moral que me sentenció que debería esperar por lo menos seis meses adicionales antes de volver a donar. Como si yo fuera un actor porno u otro atleta del catre. Como si el tener pareja o estar casado fuera garantía de fidelidad sexual. Abstenerme como un anacoreta o ennoviarme había sido la creativa solución. Patoso dilema.

Cariacontecido y más lívido que un hemofílico apenas pude replicar que si al día siguiente yo me presentaba como voluntario ante una brigada móvil de donación, aceptaban mi sangre en dos patadas y sin hacer tantas preguntas. Es que los voluntarios no tienen la presión por donar de los familiares, me respondió el galeno para zanjar la cuestión. Como si los allegados fuéramos allí a proporcionar datos personales y contar nuestras intimidades únicamente para perjudicar al Banco de Sangre, si hasta te sacan fotos actualizadas en cada ocasión. Un donante voluntario o “altruista” no tiene nada que perder y podría falsear la información a voluntad.

“Donación de sangre, una expresión de amor con el prójimo” rezaba el titular de una campaña tiempo atrás,  llamando a los ciudadanos a contribuir con sus gotitas de sangre. Alguna vez me había sentido tentado a donar voluntariamente al ver a las brigadas chupasangre asentadas en plazas u otros sitios. Pero siempre me asaltaba la idea de que alguien cercano necesitaría eventualmente una transfusión y había que estar disponible. Ahora ya no tengo dudas. Por ninguna razón voy a dar gratuitamente una sola gota para que el Banco de Sangre haga negocio en nombre del altruismo y otras excusas humanitarias. Nos supo a mala fe que nos obstaculizaran y jugaran con la desesperación de la familia (a mi primo le rechazaron por lo mismo), como dando a entender que deberíamos pagar sí o sí por la sangre. Como no había suficientes candidatos para la reposición, el resto se tuvo que pagar.

Para documentarme un poco, he estado revisando sitios web de instituciones similares de México, Argentina y España, entre otros. En ninguno de ellos se estipulan requisitos tan absurdos como el referido. A este paso, sólo los curas y monjes calificarían para ser donantes idóneos. Si es que permanecen fieles a Dios, desde luego.

Cartel en la entrada del Banco de Sangre

05 enero, 2016

3 Tarde de p’ampaku en Sipe Sipe

Algunos invitados, esperando bajo el molle a que salga el asado

El día de Año Nuevo me sentí especialmente útil. La noche anterior no me sumé a ninguna fiesta y me quedé en casa como perro guardián mientras la parentela se desperdigaba por doquier. Le tengo manía a los festejos de fin de año, porque soy proclive a aburrirme en medio de gente mayormente desconocida y no soy, además, de aguantar entre trago y trago intercambiando anécdotas con los compinches mientras se espera el amanecer. Ni aquello de despertar el cuerpo con un suculento fricasé –a manera de desayuno-  que es de manual en estas fechas, va conmigo. Uno que no es entusiasta de estos acontecimientos, quiera o no quiera, se ve jodido por todo lado. Así que, tampoco pude dormir con normalidad porque en la vecindad  no faltaron los petardos y fuegos artificiales toda la madrugada.

Ya de mañana, con suerte pudimos largarnos bien lejos mientras la ciudad entera se adormilaba resacosa. Parecía unos de esos extraños feriados -como el día de elecciones-, las avenidas francamente desiertas salvo por el triste espectáculo de ver a borrachos cada trecho, deambulando peligrosamente como zombis. Serían las diez de la mañana cuando arribamos a Sipe Sipe, pintoresco pueblecito a unos veintisiete kilómetros al suroeste de la ciudad. Es uno de esos escasos lugares que todavía conserva su aire de campiña, aunque sus proverbiales viñedos han ido desapareciendo a medida que el asfalto se le acerca peligrosamente. La plaga humana es más dañina que la filoxera de las vides.

Atravesamos el poblado, constatando lamentablemente que las casas de teja colonial y gruesos portones ya son como lunares entre las estrechas calles, mientras el ladrillo y el cemento van haciendo lo suyo sin apenas afán estético. Inevitable destino para todos esos pueblos centenarios que tienen la mala suerte de estar tan cerca de carreteras principales. Menos mal que en las afueras los eucaliptos y molles todavía mandan entre los caminitos de tierra y las tierras labrantías. En suelo elevado, cerca de las rojizas colinas que llegan a formar un ramal de la extensa cordillera del Tunari, unos tíos ya jubilados decidieron asentarse. Levantaron su casita casi en medio de la nada, sin siquiera muros o alambrada. Allá donde todavía es posible serenarse con noches estrelladas. Los escasos postes de energía eléctrica son sus mejores vecinos; amén de Chino y Nacho, dos perros enanos muy bulliciosos.

Allá nos escapamos todos, a la manera de un tío médico, quien procura huir cada fin de semana para respirar aire puro y reponerse en salud. Esta vez había reunión familiar con promesa de buena comida. Va a haber p’ampaku, me dijo mi tía, y ante tal palabra mágica me apunté al instante y subí al coche como niño rumbo a la tierra prometida. Fuimos los primeros en llegar. Ya estaba listo el hoyo con las piedras bien distribuidas. La leña bien cortada esperaba en un rincón de la chacra pero no había cocinero. El especialista se había ido a Santa Cruz a pasar el año nuevo con parte de su familia. Mis tíos, los anfitriones, son mayores y no están para encorvarse y demás afanes. Sin primos a la vista me ofrecí de voluntario (por mí que siguieran durmiendo todo el día los bellacos), pues la tarea no me era nada ajena ya que en mis tiempos de escolar, cuando vivía en Independencia, cada año íbamos de excursión a los bosques cercanos, donde cada curso levantaba su pirámide de leños para calentar piedras y asar cordero en salsa de ají.

Aquellos eran auténticos p’ampakus en medio de los claros del bosque. Nada nos hacía más felices que ir a buscar leña aunque sea húmeda y, en medio de la verde espesura, entre risas columpiarnos de las lianas imitando al Tarzán de Johnny Weissmuller que por entonces pasaban en el cine de la parroquia. Yo había visto cómo los profesores varones y sus ayudantes alimentaban la fogata durante horas para una treintena o más de comensales. A veces las piedras estallaban con el calor infernal. Luego ponían en el medio la batea con la carne y, alrededor, se depositaban papas, camotes, yucas, ocas, choclos sin pelar. A continuación cubrían el hoyo con una fina capa de ramas verdes y encima se esparcía habas en vaina para que cocieran al vapor. Se volvía a cubrir muy  bien con otras ramas y se sellaba el agujero con abundante tierra. En hora y media estaba listo el manjar.

Volviendo al presente, fue muy sencillo volver a armar mi pequeña pira, sin duda facilitada por la leña reseca que ardió como hojarasca sin apenas atizar. Casi no había piedras planas en el terreno pero nos apañamos de cualquier modo hasta con pedazos de ladrillo. Calentamos la hoguera por algo más de una hora a toda llama. Luego, asomarse al hoyo para limpiar los carbones y sacar las piedras ennegrecidas fue lo más cercano a experimentar el infierno. En mi vida había sentido que la frente me quemara como si me pasara una plancha incandescente. Mojé mi camiseta y gorra, me puse guantes, pero mi rostro descubierto podía soportar unos escasos segundos, apenas para dar un par de paladas hacia afuera. Les pasaba lo mismo a las dos personas que me ayudaron por turnos. Nos faltaban herramientas adecuadas para la labor. Las palas y el azadón tenían los mangos cortos y hasta nos auxiliamos con un pequeño rastrillo.

Con todo, removimos el suficiente material para hacerle hueco a la batea. Afortunadamente alguien le puso unos alambres como lazos para bajarla mediante un palo. A toda prisa pusimos las piedras encima de la tapa y a los costados, tratando de cubrirla. Alguno fue a recortar arbustos con el machete para terminar el trabajo. Tierra al asunto y a esperar. Entretanto, los invitados se aguantaban las ganas con pedacitos de carne a la parrilla que otro pariente hacía circular en tabla a modo de aperitivo. Casi nadie había desayunado. Todos parecían rugir de hambre y algunos apaciguaban el estómago con cerveza.  Yo mismo bebí con placer sendos vasos luego de estar tan acalorado.

Hora y cuarenta cinco minutos después (habíamos perdido tiempo valioso en sacar las brasas y alargamos la cocción por si las moscas), desenterramos el asado. Yo estaba nervioso porque estaba en juego mi credibilidad de improvisado chef. Me concedieron hasta el honor de ser el destapador oficial de la batea. Fue ver el color de la carne (pollo y cerdo para contentar a todos) y sentir los deliciosos aromas para que el cansancio se me fuera de los brazos. Misión cumplida, me dije y me alejé del sitio en busca de una chela bien fría. Al poco rato me buscaba un plato sumamente colmado, me consta que me sirvieron más que a otros, y me sentí algo avergonzado. El chef se lo merece murmuró alguien, pero yo repliqué que el mérito era de las tías cocineras que sin su sazón, el chanchito podría saber igual que un terrón sin condimento. Callaron los cantorcillos y su guitarra, callaron los perros y pajarillos. Hasta se podía oír el suave murmullo de los molles acariciados por el viento. El ejército del hambre había sido vencido rotundamente. Sólo había que ver la cantidad de vagonetas y camionetas apostadas en fila a la entrada, que aquello parecía una reunión de narcos, comentó alguien con socarronería.

Al día siguiente, ya en casa, corroboré que mis gloriosos zapatos Merrell habían claudicado: las plantillas de goma se desprendieron por partes debido al suplicio del calor. Pero fue la makhurka (agujetas) –inverosímil, por unas cuantas paladas para alguien que está algo curtido con fierros- que se cebó con mi espalda la que me hizo calcular que había hecho ejercicio para el resto del año. Las rutinas del gimnasio, en contrapartida, habían sido como calistenia, nada más.

Comí como un descosido. Para la causa (ganar unos kilos), me dije.



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Otrosí; la preparación del asunto, en estricto orden procedimental (ese lechuguino de azul oscuro es su servidor):








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