28 noviembre, 2017

2 Postales de mi tierra: Tomoqoni





Cuando hayas llegado a Independencia y creas que tienes el tiempo justo, ve por la parte noroeste del pueblo siguiendo la carretera que lleva a Machaca. Vete caminando, el trayecto no te defraudará, pues el aroma resinoso de los eucaliptos acariciados por el viento te hará sentir el respiro de la naturaleza. Habiendo llegado al rio que atraviesa la ruta, toma un necesario descanso mientras observas hacia el norte: ante tus ojos se despliega Tomoqoni, el sitio más imponente y salvaje de Independencia.

Tomoqoni es la más extraña combinación de monte y montaña. Una continúa sucesión de barrancos de cuyas laderas cuelgan milagrosos árboles y matorrales diversos. Bosques casi verticales que se pierden en un hondo cañadón por el cual discurre un tranquilo, pero a veces fiero, riachuelo cristalino del mismo nombre. No hay forma de seguir el curso aguas arriba, ya que a menudo se estrechan las paredes rocosas y abruptos desniveles del lecho impiden el ascenso. Pero se dice que esos inexpugnables sitios esconden cascadas de virginal belleza.

En las alturas de Tomoqoni, en su impenetrable espesura, gallinas de monte se mimetizan entre el oscuro follaje, y urinas (cervatillo) pastan por sus senderos invisibles. Son los dominios del puma que acecha y que nadie ve. La niebla deja caer su lluvia fina para envolver el paisaje de suave melancolía. Pero en los días clareados, el sol desparrama toda su luminosidad sobre las hojas de los arrayanes, y los alisos de reversos plateados cobran nuevo brillo. 

A pesar de no poder trepar monte arriba, habrá espacio para conocer algunos senderos que bordean el accidentado rio, al tiempo que nos toparemos con helechos de todos los tonos verdes, begonias silvestres floreciendo en las paredes musgosas y otras insólitas plantas prosperando en los humedales. Libélulas de rojo metálico y mariposas de encendidos colores merodean en torno de charcos y manantiales. Fucsias salvajes tentarán con sus frutos morados y en la maraña de bambúes cuelgan delicados nidos de picaflor. Por todos lados inunda el frescor del aire, el tenue perfume de las muñas y salvias. El agua que cae cantarina desde una oculta cascada. 

Así es Tomoqoni, monte que sube hasta los bordes del cielo, montaña que baja hecho rio. 



21 noviembre, 2017

2 Postales de mi tierra: T’ojluluni







Me imagino a Dios, finalmente apiadándose de los sufridos israelitas y diciéndoles: contemplad la Tierra Prometida. No otra cosa pensarás, querido viajero de ásperas ciudades, al observar desde el balcón de T’ojluluni, esa infinitud de verdes colinas y arboledas que bañan el valle de Independencia.

Cuando emprendas el largo viaje a la capital ayopayeña, después de haber atravesado serranías rojas cortadas como a cuchillo caliente, pampas interminables de paja brava y atisbado precipicios de ríos plateados que se pierden en la lejanía; después de haber sorteado cumbres vertiginosas y quebradas de lodos amenazantes; después del paso silencioso por la orilla de pueblos polvorientos y caseríos fantasmas en sitios desolados; tu cansancio, extraño viajero, será recompensado con una transformación brusca de la ruta y del panorama. Notarás las curvas descendentes pero el cambio de ritmo más lento te hará apreciar los matices del camino. 

Tu vista se perderá en sembradíos que irán apareciendo, como las siluetas interminables de eucaliptos que te acompañarán en el resto del trayecto. Fluye la vida en arroyuelos de aguas cristalinas y arbustos multicolores que trepan colinas arriba. Hirsutos perros irán a tu encuentro con alegría y, en los alrededores, ovejas y cabras estarán pastando tranquilamente. Se acerca el final de tu viaje, ya se divisa la última curva que parece inalcanzable. 

De pronto, allí donde la carretera parece que conduce al abismo, en una verdeante hondonada descansa el pueblo de Independencia. Estás en la explanada del cerro de T’ojluluni. Es imperativo detenerse, porque mañana tendrás otra vista y no la verás igual nunca más: contempla lo que los palqueños llaman orgullosamente la “sucursal del cielo”. Allí esperan a los visitantes, a las bandas y otros músicos itinerantes a mediados de julio, en los días de fiesta patronal. 

Abajo te aguardan los frescos maizales y tréboles en flor, las huertas junto al rio Palca, las acequias de pastos olorosos y colgantes sauces llorones, los bucólicos senderos a la sombra de ceibos colorados y evocadores pinares. Hacia el norte, las chacras y prados ceden paso a los bosquecillos de Chullpapampa y Salviani y, más allá, lo casi desconocido, el reino de los imponentes bosques lluviosos de montaña. 

Eso es que lo ofrece T’ojluluni, acaso el mirador natural más envidiable de todo el país. ¿Qué otra mejor bienvenida que esta pictórica estampa de esperanzador paisaje?



15 noviembre, 2017

3 Postales de mi tierra: Machaca



Machaca y el rio Ayopaya

Al oeste de Independencia, querido viajero; a menos de una hora en coche, encontrarás a Machaca, el único pueblo satélite de la capital provincial, es decir un pueblito, con su par de calles paralelas y mucho verdor alrededor. 


Machaca despierta muchas pasiones entre los palqueños, gente desde siempre muy devota de su santa patrona la Virgen del Carmen, pero extrañamente más devota, todavía, del Señor de la Exaltación, un Cristo negro aunque de rasgos semíticos, cuyos milagros viajan por el mundo, alguien asegura. A mediados de septiembre, Machaca es cita obligada para los palqueños cuando medio pueblo alista los bártulos para emprender peregrinaje, unos a pie y otros conduciendo sus vehículos para que relucientes los hagan bendecir y reciban los sahumerios correspondientes. Si usted toma un bus para Independencia, no se extrañe que del parabrisas cuelgue un delgado tapiz con el nombre del santo, para proteger su viaje. 


Machaca ofrece otra singularidad, es el único sitio de Bolivia cuyo templo está alfombrado con sodalita, el raro mármol azul que se esconde en las entrañas de las montañas boscosas de Cerro y Sapo, otro desafiante sitio al noreste de Independencia.


Mi alma ha estado unida a Machaca toda la vida, no por razones religiosas, sino por sus frutos que esa tierra produce milagrosamente. En sus fértiles chacras, descendiendo las colinas, junto a los bajíos del rio Ayopaya, mi memoria olfativa aún recuerda que allí se plantaban los tomates de más exquisita fragancia que, cuando llegaban al pueblo a lomo de bestia, todavía se sentía intensamente el aroma impregnado en los rústicos canastos cilíndricos en los que los traían, protegidos con pasto seco. Más delicados que porcelana parecían, hoy casi desaparecidos por culpa de variedades más comerciales. En esas vegas mesotérmicas, prosperan atendidas por alguna divinidad, huertas de embriagantes chirimoyas y cremosas paltas, tan espectaculares que han llegado a los oídos de la metrópoli cochabambina, vía feria de los primeros días de mayo. 


Y yo, desde mi ateísmo galopante, le rezo al mismísimo Dios, para que en mi mesa nunca falten las menudas pero suculentas yucas amarillas de Machaca. Tan suaves, harinosas y tiernas, que necesitan apenas un hervor para que su dulce sazón llegue hasta mi boca. No hay placer comparable por ningún lado.







09 noviembre, 2017

2 Postales de mi tierra: Phajchanti



Vista general del bosque de Phajchanti

Cuando emprendas tu viaje a Independencia, como diría un poeta, pide que el camino sea largo (lo será, my friend), lleno de aventuras (eso seguro, porque el estómago se te hará un nudo la primera vez), lleno de experiencias (verás paisajes nunca vistos antes, desde campamentos mineros colgando de la pared de una montaña hasta poblados perdidos en profundos cañadones de imposible acceso, y te preguntarás cómo la gente puede vivir en tales sitios). 

Cuando llegues a Independencia no te olvides de visitar Phajchanti, a unas dos o tres horas de caminata según el fuelle de tus pulmones. Atravesarás el angosto rio Tomoqoni por un puente de palos con el estruendo del agua sobre las rocas y seguirás el sendero que lleva montes arriba, y si lo haces antes que el sol te pille, sentirás el aire húmedo perfumado de salvia y rocío. Por todos lados el verdor te rodeará, y sentirás esa plenitud que sólo ofrecen los lugares vacíos o despoblados. 

Te toparás con marañas de arbustos y enredaderas que a modo de alfombras cubren las laderas. Detente un momento y toma una bocanada de aire, reconocerás el aroma de la tierra vegetal. Mira alrededor y quizás divisarás en algún claro los inconfundibles puntos violetas de los papales floreciendo, la única huella del paso del hombre en tales partes. Si tienes suerte, verás cierto picaflor de larga cola tornasolada asaltando las flores o descubrirás pajarillos de vivos plumajes piando entre las ramas. No te asustes si una pispila (torcaz gigante) levanta vuelo de pronto entre los matorrales.  


No desfallezcas si el camino se te hace interminable, si las colinas se suceden una y otra vez. Aguanta el paso y al llegar a una explanada se te abrirá un prado que colina abajo te conducirá al bosque de Phajchanti, una densa arboleda de tonos oscurecidos, que a lo lejos se torna impenetrable. Al rato caerás bajo el embrujo de esa manifestación primigenia de la naturaleza, un paraje de otra época geológica, poblado casi exclusivamente por pinos de monte y otras especies endémicas, que la convierten en un sitio único en Bolivia, según aseguran los botánicos. 

Quieres levantar la vista, y arriba apenas se ven bromelias, orquídeas, líquenes y bejucos que se entrelazan como telarañas gigantescas. Abajo en las sombras, entre la hojarasca dispersa trajinan las huidizas pavas de monte, aunque jamás te percates de su presencia. Reina un silencio intimidante en ese bosque umbrío que no parece ver la luz. Así fue y lo será mientras lo permita la mano del hombre.

Y estás listo para columpiarte de las lianas, imitando los gritos de Tarzán. Pero no esperes que te responda el eco. Tu grito se ahogará en lo más recóndito de su espesura.

El autor, "tarzaneando" cuando era un mozalbete



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