27 octubre, 2017

2 Postales de mi tierra: Phiña Laguna





Al noroeste del pueblo, más allá de los confines del bosque de Phajchanti, decíase que había una cierta laguna de aguas quietas pero tempestuosas a la menor provocación. Las malas lenguas afirmaban que cobraba vida, aquel estanque perdido entre nubes y montañas, si algo perturbaba la calma de su superficie. Circulaban viejos cuentos de que pastorcillos habían sido tragados hasta su volcánico fondo por andar en las orillas tirándole piedras por mera diversión. Empero, las más de las opiniones coincidían en que lo de “phiña” (brava, iracunda) se debía al mal tiempo que allí reinaba usualmente: densas brumas y lloviznas permanentes, vientos húmedos y silbantes, tan normales en semejantes páramos perdidos de los Andes. Pero la leyenda permanecía y tenía su efecto disuasorio hacia los intrusos.  


Naturalmente, aquellas misteriosas historias nos tenían atrapados cuando éramos chicos. Hace más de veinte años emprendimos la caminata rumbo a su encuentro, espoleados por la curiosidad. Nuestras incursiones, por entonces, no pasaban de adentrarnos en las espesuras verdes de Phajchanti. Más allá de ese bosque primitivo, lo demás nos sabía lejos, lejísimos, y el sendero se tornaba demasiado ascendente hasta perderse en las moles del horizonte. Sabíamos que detrás solo había cerros y más cerros que tramontar. Aquello era descorazonador para muchachos acostumbrados a moverse entre paisajes verdes y arbolados.  


Insignificantes matorrales y el suelo alfombrado de paja brava nos acompañaban todo el camino. Recobrábamos aliento y esperanza cuando en alguna quebrada divisábamos siluetas de khewiñas, acaso los arbolitos que crecen a mayor altura en el mundo. No había cuándo termine esa sucesión de colinas yermas y entornos rocosos de tristes tonalidades. Pero la laguna nos llamaba, escondida en las oquedades de esas montañas sin nombre. El espíritu aventurero nos jaloneaba de alguna manera, a pesar de la sed, a pesar del cansancio que íbamos cargando. 


No recuerdo cuántos fatigosos kilómetros nos apuntamos aquel día. Solamente me queda claro que llegamos a las fuentes de ese ignoto manantial al mediar la tarde, con el sol ya posicionándose en el poniente. Tuvimos suerte, los rayos de sol reflejándose en sus aguas cristalinas compensaban con creces el esfuerzo. Había algo de espíritu curador en aquel solitario paraje de heladas aguas. Sumergimos los pies unos segundos en sus orillas, hasta que los huesos sintiesen el rigor. Decíase, que en sus honduras moraban truchas tan largas como espadas. No parecía haber vida en aquel entorno pero nosotros nos sentíamos rejuvenecidos. Silencio total, interrumpido por alguna leve ola que el viento arrastraba suavemente. Quietud embriagante, pureza de aire llenando los pulmones. Prístina belleza en el ocaso del mundo. 


 


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PD.  Aquí la banda sonora de la evocación

Fotos: Facebook


 


21 octubre, 2017

2 Postales de mi tierra: Caballo Cunca




El misterio habitaba en Caballo Cunca.

Un día de aquellos, por pura diversión de niño, te ibas a las tierras bajas al sureste del pueblo. Único y extraño paraje de suelos ardientes y cactus como cirios gigantes, a la vera del camino. Por todo bicho, cigarras metían bulla escondidas entre los espinos de los algarrobos. Eso era La Vega, tierra de espinos y huertas de chirimoyas con muros de nopales. Donde brotaban algunos hilos de agua crecían como juncos unos escasos cañaverales. Viejo trapiche en el patio de alguna casa con aires de abandono. No había almas a la vista, a veces tropezábamos con cabras montaraces. Lo demás era matorral y sequedad agobiante como en las infernales arenas del Chaco. 

Oíamos historias. Que enormes víboras cascabel que decían que allí moraban. Que tarántulas apasankas más peludas que un mono. Que saltamontes del tamaño de palos. Pero yo alucinaba con Caballo Cunca, aquella intrigante montaña pelada que escondía un desconocido mundo para mí. Donde finalizaban los bajíos de La Vega, el rio se angostaba bruscamente, aprisionado por una estrecha garganta. La gente decía que era imposible seguir bajando por ese desfiladero de rocas que parecía conducir a las entrañas de la Tierra misma. Del otro lado de Caballo Cunca, me imaginaba que había un espeso bosque de niebla permanente, trajinado por tarukas con cornamentas doradas, pumas azules y zorros rojos. 

Parecía que Dios había creado un gigante para vigilarlo todo. Le sobrevivía su cabalgadura petrificada.

18 octubre, 2017

4 Postales de mi tierra: Kalistía




La ruta de asfalto es engullida por peñones allá donde llega la vista. El viento corta toda apariencia de quietud que pareciera envolver a las casuchas desperdigadas en ese rastro de civilización. De ese campamento sin almas un camino serpentea hacia el oeste. Cuando el cuerpo trepa a los cuatro mil metros o más hay una doble sensación de vacío: el estómago que parece desprenderse y el horror vertiginoso de los precipicios. Querer alcanzar el cielo puede ser desasosegante para los primeros viajeros. 


Donde muere la meseta de Pongo, nacen las montañas de Kalistía. Cada trecho, enormes torres eléctricas se pierden entre cañadones profundos y picos empinados que hace pensar que sólo gigantes las pudieron haber levantado. La estampa monótona de ocres contrastes que caracteriza al altiplano se corta en seco al atravesar una curva del camino. Pinceladas rojizas lo inundan todo, desde el polvo que persigue y se pega en las ruedas hasta las megalíticas cuevas naturales, entre cuyos manantiales de agua goteante brotan insólitos helechos. 


Paisaje de otros mundos, de montañas bermejas y pálidos atardeceres que semejan nunca terminar. La noche es negra allí de intenso basalto, como si no hubiera mañana. Tal cual el espinazo de una bestia prehistórica, un reguero de rocas inmensas se incrusta entre hondonadas y laderas. Moldeadas por tempestades, por el fiero látigo del viento, o por puños ensangrentados de criaturas míticas, sus paredes horadadas son el refugio de llamas que pastan en las cercanías y entre sus oquedades dormitan escurridizas vizcachas. No hay cóndores que se enseñoreen sobre esos aires tan enrarecidos.




PD.- Aquí la banda sonora
Fotos: Facebook


09 octubre, 2017

2 El Che y los revolucionarios de cocina




El Che es el fracasado más exitoso de la historia, valga el oxímoron. Justamente el día de hoy se cumple medio siglo de su muerte a manos del ejército boliviano. Y han llegado al país cientos de invitados de la internacional socialista, seguidores de todo pelaje y frikis de lo más diverso para celebrar su fracaso. A estos hay que añadir miles de fanáticos locales que habrán ido a fumarse unos porros y meterse unos tragos en la localidad de Vallegrande. Cincuenta años de armar el mismo jolgorio a nombre de un muertito tiene su gracia. Porque está claro, ninguno de estos admiradores lamenta, o al menos muestra algo de tristeza por su desaparición. El variopinto despliegue de actividades, desde verbenas populares, canto, poesía y hasta festivales de comida dan cuenta del ambiente carnavalesco que rodea al acontecimiento. 

Por supuesto que el turismo temático  se nutre de su leyenda, y el comercio oportunista idea mil formas para lucrar con su figura. Como vivimos en la sociedad del consumo, no falta quienes buscan con avidez productos que lleven su efigie; gorras, bufandas, camisetas, discos, libros, calzoncillos, tazas, vasos, prendedores, etc. Todo un icono pop, estandarte de los que se dicen contraculturales y rebeldes sin causa. Ser fan del Che es rompedor, original, irreverente y contestario; el poster favorito para quienes afirman odiar al capitalismo a muerte, aunque no tengan mayores problemas en comprar sus productos y gozar de sus ventajas. 

Así pues, uno se pregunta, qué tiene el Che para que tantos jóvenes sin oficio ni beneficio lo adoren como auténticas groupies de una banda de moda. Ciertamente, esa imagen barbada con aire soñador cuela en el imaginario popular. Con su aparente sacrificio personal como punta de lanza, no fue difícil elaborar una épica romántica que acompañe todo el asunto, a modo de nueva religión o secta.  El Che es el nuevo Jesucristo (véase el parecido de su logotipo con los iconos del nazareno), el relato de la revolución cubana hace de biblia, y Fidel Castro fungía de santo padre hasta que estiró la pata; su hermano Raúl, el finado Chávez y otros podrían hacer las veces de cardenales, y así sucesivamente hasta llegar a Evo Morales y Maradona como esperpénticos profetas de la lucha antiimperialista.

Quitándole el aura de “guerrillero heroico”, ¿qué es lo que queda?: un hombre de lo más normalito y hasta cierto punto despreciable por su evidente racismo (“los negros, esos magníficos ejemplares de la raza africana que han mantenido su pureza racial gracias al poco apego que le tienen al baño”), su recalcitrante machismo y menosprecio a las mujeres, el irresponsable abandono de sus hijos por sus aventuras guerrilleras, entre otros rasgos de su carácter. Consideración aparte, merece su desempeño en otras facetas de vida, empezando por no haber concluido su carrera de médico, sus sonados fracasos como comandante de las fuerzas cubanas en el Congo, posteriormente haciendo el ridículo como ministro del nuevo régimen en La Habana con sus alocados proyectos de industrialización, su pésimo manejo de relaciones diplomáticas a tal punto que se convirtió en un personaje incómodo para los Castro. Su incursión en Bolivia fue el culmen de sus desaciertos, demostrando que no tenía ni mínimo conocimiento del terreno que estaba pisando. En resumen, no hay en el mundo entero otro caso similar donde se mitifique hasta el paroxismo, la historia turbulenta de un personaje de dudosos méritos.

Y esperen, que el surrealismo no acaba ahí, en otra vuelta de tuerca al devenir histórico, Morales ha ordenado a su tropilla de generales y otros gerifaltes a rendirle homenaje al hombre que junto a su grupo ocasionó la muerte de 59 camaradas (casi todos hijos de campesinos y obreros) durante la campaña de Ñancahuazú. Escuadras de tropas escogidas animarán el circo para disfrute de la muchedumbre convocada y de todos los jerarcas reunidos. Son nuevos tiempos, proclaman los que se llenan la boca de discursos soberanistas y patrioteros, al malgastar gruesas sumas de dinero para santificar a un mercenario, un invasor, un extranjero que no vino a cazar palomitas. Los nuevos tiempos en que se pisotea la memoria de gente anónima que murió combatiéndolo. Para ellos ni una misa, ni un recordatorio oficial, pues son los asesinos del Che.

Yo no canto al Che
Yo no canto al Che
como tampoco he cantado a Stalin;
con el Che hablé bastante en México,
y en La Habana
me invitó, mordiendo el puro entre los labios,
como se invita a alguien a tomar un trago en la cantina,
a acompañarlo para ver cómo se fusila en el paredón de La Cabaña.
Yo no canto al Che,
como tampoco he cantado a Stalin;
que lo canten Neruda, Guillén y Cortázar,
ellos cantan al Che (los cantores de Stalin),
yo canto a los jóvenes de Checoslovaquia.

          Stefan Baciu, poeta rumano. 

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