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Osos en el Carnaval de Oruro (Foto: Bismarck Fernandez) |
Esperando a que llueva atravesamos una intensa ola de calor
en Cochabamba. Ni siquiera ha llegado el verano y hemos estado cerca de batir
el record histórico de hace más de sesenta años cuando el termómetro marcó algo
más de 35 grados, de acuerdo al Servicio de Meteorología. Este 22 de octubre,
la temperatura alcanzó los 34,2 grados, a décimas de la marca. Es un suplicio
caminar en horas de la tarde, no hay sombra que valga. No estamos acostumbrados
a estos arrebatos de la naturaleza. Con una media anual rondando los 23 grados,
vivíamos tranquilos y relativamente aletargados en este valle de Dios donde
pareciera que el tiempo se ha detenido. Es raro que en algún edificio se
instale aire acondicionado. Nunca nos habíamos preocupado por tener ropas para
estaciones diferenciadas como en otras latitudes. Ahora toca acostumbrarse a la
moda brasileña: camisetas sin mangas y chanclas. Menos mal que es un calor
seco, el bochorno del oriente es intolerable. A los habitantes de otras
ciudades, especialmente caribeñas, les parecerá risible este lamento.
Vivo en un tercer
piso, a media cuadra de una avenida principal. El último sábado, a eso de las
dos de la tarde, efectuaba mi siesta mediterránea, costumbre felizmente
adquirida en tierras ibéricas. Como la dieta mediterránea, cosa que llamo a comer
pan integral y mucha fruta, olvidándome del aceite de oliva, que aquí cuesta un
dineral. Entre el zapping de tevé y cabeceos en la almohada por encontrar un
buen costado estilo pez, dormitaba en mi cuarto, no digo mi recámara como ridículamente
solemnes acostumbran algunos en México. En
esas estaba, intentando conciliar el sueño, a tanta calma sólo se resistía el
crujir leve y esporádico del techo de fibrocemento. Cuando de pronto, la calle
fue invadida por el sonido de una banda de músicos. Un sonido de sobra conocido
por todos nosotros: trompetas, bombos y platillos que amenizan cualquier
entrada folclórica. Hojalatoso ruido que hace salir hasta los perros a la
puerta o despierta a cualquier muerto.
Yo vivía relativamente contento en este barrio, nunca había
pasado por mi calle uno de estos desfiles de danzas y trajes multicolores. Mi
calle no tiene gran importancia, hay más perros en las aceras que vecinos, por
eso me extrañaba. Seguramente fue por cuestiones de desvío de rutas o porque se
les ocurrió a los pasantes de las comparsas venir a fregarnos la tarde con sus
petardos, como queriendo decir: miren cómo nos lucimos, vecinos cabrones (Los
sociólogos, siempre en su lenguaje retorcido, llaman a esto como necesidad de
reconocimiento social o ansia de prestigio). Es fácil identificar al padrino de la fiesta,
es aquella cabeza con más mixtura blanca que un viejito canoso. El jolgorio era
custodiado por un par de motocicletas de la policía y un coche adornado con muñecas
de plástico y tejidos andinos, encabezando la caravana a paso de tortuga.
Detrás venía el primer conjunto de bailarines que no pasaban de una veintena.
Con el sol en alto, fácilmente hacían 32 o 33 grados. Observando
a los danzarines, uno puede deducir que embutidos en sus trajes literalmente se
asan como pollos al vapor. Especialmente aquellos disfrazados de diablos enmascarados.
Enfundarse en un traje de oso polar ya es como una tortura. He bailado de
diablo cuando era adolescente, sé de lo que hablo; cuando uno se pone careta,
al poco rato empieza a sudar de la cabeza como en un sauna portátil. Y hacerlo
por horas y horas, imagínense. No entiendo entonces, por qué tanto sacrificio.
Yo lo hice por curiosidad una sola vez, hay gente que lo hace cada año como en
una suerte de rito, como si en ello se le fuera la vida.
Lo que vi el sábado pasado fue cosa de locos. Apenas cuatro comparsas
esmirriadas, saliendo a bailar, a pleno sol, con temperaturas altísimas, y de
paso los danzantes abrigados como peluches, no tiene explicación lógica, salvo
en el ámbito de la fe. ¿Cómo pueden querer lucir sus coreografías si apenas
cuatro gatos salen a verlos? ¿Qué ganan con agotarse y deshidratarse si nadie
los aplaude? Si no hay ni borrachines que se sumen a su entusiasmo, porque el
repentino recorrido sorprendió a todos. Aparte de que bailar cuesta: desde el
alquiler del traje, las largas horas nocturnas para los ensayos, las cuotas
para la banda de música, etc. No entiendo tanta voluntad para mover el esqueleto
en las peores condiciones ambientales posibles. Ni tanta devoción por una imagen de
yeso, que no obra ni el milagro de hacer llover. Aunque sea por un ratito.