Ya que estos días al cielo se le ocurrió, por fin, desatarse;
había que celebrarlo de alguna manera. Después de tantos meses asoleados
inmisericordemente, los primeros chaparrones supieron a inexplicable obsequio,
a don del caprichoso destino. Es un alivio que el exiguo jardín se vea marrón después
de absorber un buen charco y el césped maltrecho tenderá a recuperar. Hace frio,
pero qué rejuvenecedor frio. Cuando te has atiborrado de aire seco y caluroso
durante medio año, el frio cargado de humedad es un soberano placer que entra a
ráfagas por la nariz. Arcilloso barro, olor a pasto que desprende la planta del
zapato, el aroma que escapa de alguna chimenea de cocina, todo se potencia al
máximo después de que la lluvia se ha llevado la polución a otra parte. Ahí es
donde siento hambre y por sobre todo, antojos. La embriagante evocación de una jak’alawa humeante al mediodía, por
ejemplo. Pero como la cosecha de choclos
se está haciendo esperar, toca hacer de tripas corazón y aguardar que lleguen
en abundancia para que moderen los precios. Mientras tanto, a saborear otra
cosa.
No hay nada mejor que disfrutar los días lluviosos con lawas
(cremas) y mazamorras de cualquier tipo. El cuerpo se presta gustoso para los
caldos espesos y para los desayunos cálidos y copiosos. Esta mañana,
aprovechando el clima friolento, me di a la tarea de destapar frascos que
languidecían en la alacena. Buena ocasión para romper la rutina y dejar de
seguir cascando huevos en la sartén, también era hora de darle descanso a la
cafetera. Olla con agua a hervir mientras dejaba caer unas ramitas de canela,
clavo de olor y unas cuantas cascarillas secas de naranja. Era de una sencillez
apabullante todo aquello que todo lo difícil vendría después con remover la
olla y ya.
Puntualización aparte merecen los vistosos “pasteles” que
son unas gigantescas empanadas, más llenas de aire que de queso, elaboradas con
singular habilidad para que se inflen sin que estallen. Una vez abiertas, el
efluvio que escapa del queso derretido es una explosión de sensaciones
inmejorables. Se perdona que el resto sea una delgadísima capa de masa frita,
pero igual para chuparse los dedos, como suelen hacer algunos niños con sus
manitas empolvadas de azúcar impalpable, que a menudo recubre estas golosinadas
frituras.
Como yo no tengo ni la mínima idea de siquiera retorcer los
bordes de estos endemoniados pasteles, he de conformarme con vulgares empanadas
compradas al paso de una panadería. Pero el resto del esfuerzo (el api) es bien
casero y mérito mío, si bien vale reconocerse como tal la media hora que pasé
entre hacer sonar ollas, alistar los ingredientes, y mezclar la harina del maíz
en agua fría aparte, para que no me traicionen los grumos, truco que se aprende
de los mayores para cualquiera de estos preparados que, no obstante, siempre
hay cabezaduras que olvidan el detalle.
Pero, ¿por qué es el maíz Kulli (que va desde el granate al
morado oscuro) el preferido de entre tantas variedades? Salta a la vista, de
entrada, que el api amarillo o blanco siempre serán opacos y menos atractivos
para el subconsciente primordial. Lo otro es cuestión de sabor o, más bien, de
texturas: el api morado reúne el suficiente dulzor y esa necesaria acidez
(sazonada por la cáscara de naranja) que impiden el empalagoso efecto de un
budín, por ejemplo. Su ligera aspereza al pasar por el paladar acentúa el
regusto agradable del cereal, sabe a maíz todo aquello y morder un clavito de
olor supone la exaltación del delicioso contraste. Ni muy líquida ni muy
espesa, así es nuestra nacional mazamorra de los tonos purpurados. ¡Qué viva mi
api, maypillapis!
Apreciado José: ya decía yo que andaba usted tardándose con su antología de delicias culinarias, que vienen a ser algo así como el santo y seña, el sello de identidad de un pueblo.
ResponderEliminarLo de eos " pasteles" llenos de aire- que bien podrían llamarse ilusiones- me lleva a evocar unos dulces que en Colombia llamamos suspiros: basta con llevárselos a la boca para que se disuelvan en la lengua... o en la nada, va uno a saber.
Ah, qué más quisiera yo que seguir antologando lo que me voy zampando, pero resulta que en los últimos meses las ocasiones para degustar delicias han disminuido sustancialmente, por decirle que ahora estoy comiendo como un normalito, nada que resaltar, como si estuviera a régimen. Menos mal que se acerca la Nochebuena y hay esperanza de buena comida. Aquí tenemos también los ‘suspiros’, pero si mal no recuerdo, son galletitas de claras de huevo.
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