Contemplar platos y ollas siempre es una fiesta para el espíritu |
Me da pereza cerrar el año. Así que seré escueto a
propósito. En todo caso las imágenes hablarán por mí abundantemente. Ningún
suceso de aquí o de otras partes, por muy relevante que sea, va a venir a
opacar el bagaje de sensaciones que he ido acumulando en la petaca del estómago,
mejor dicho, en el baúl de mi cabeza por cuyos resquicios rebosan mis gustos
culinarios. Sería un esfuerzo agotador, superior a mis flaquezas recordar
tantos placeres, tantas andanzas tras un suculento plato de comida,
invitaciones por allá para acudir con hambre premeditado; fortuitos encuentros
con una buena mesa, una humeante parrilla, un toldo en el patio, donde no deben
faltar vino oscuro ni chicha en jarra, lugares de pleno significado y que, bajo
la sombra de un árbol, supongo que serán lo más cercano a la felicidad en la
Tierra.
Arrancamos, no más, a toda mecha, mejor dicho a todo picante
con una prodigiosa Sajta de papalisa,
quizás el plato más emblemático de la parte andina. Es todo un acontecimiento
ver hervir los tubérculos amarillos en agüita y sal, para luego ser machacados
en batán o a punta de tenedor mientas se cuece aparte el ají durante largo
rato, condimentándolo con comino, pimienta y otras especias. Entretanto, se
saca la reserva de charque, pasándolo por un hervor y reduciéndolo a finas
hebras que darán la sazón característica al guiso. Se puede usar como
alternativa carne desmenuzada o molida, pero no es lo mismo, sabe bien pero no
resulta sabroso. Para dar color y prestancia es bueno añadirle un puñado de
arvejas o habas verdes y rematar con perejil picado al servir. Con unas tiernas
papas blancas y arroz graneado se finiquita el asunto, nada de sobrecargar con
otros ingredientes. Se devora en caliente, para que el picor anide en los
labios y, a ver, ¿quién es el loco que todavía pide llajua?
Como soy un negado para filetear carnes, mi madre suele
hacerme los cortes cuando me trae unos kilos de pura pulpa. No soy carnívoro
pero de vez en cuando me permito pequeños asaltos a la carne vacuna. A menudo
experimento con los asados, añadiéndoles salsas, cebollas y pimentones
troceados o diversas especias, no siempre me sale del todo bien pero me bato
como puedo. Pero hay días que un lomito jugoso se desvanece en un tris en la
boca. Para la ocasión, se me ocurrió añadirle un toque exótico con guarnición
de chuño revuelto con pimentón. Pocos países pueden presumir de semejante
producto altiplánico y yo lo tengo al alcance de la mano. Incluso en momentos
que dicen que florece.
Si hablamos de cosas horneadas, las papas crujientes y con
cascarita son mi debilidad. Eso no quita que también no adore los pasteles de
fideo, de lentejas, de brócoli o de quinua. Años ha que no he vuelto a probar
una tortilla de quinua, una delicatesen de sabor y textura indescriptibles,
pues no goza de popularidad ni siquiera en el ámbito familiar. Para la ocasión
tuve que contentarme con una porción de pastel de fideo con queso para
acompañar una firme ración de lechón. Y el regusto de ají que envolvía la carne
no tenía parangón. Los que son afectos al sándwich
de chola sabrán de lo que hablo.
Hace unas semanas, al tiempo que llegaban las primeras
lluvias me dio un remezón nostálgico por devorar una jak’alawa (excelsa y humeante crema de maíz tierno), pero las
primeras cosechas de choclo se hacían esperar debido a la sequía. Entretanto,
con el frio reinante acudió a mi auxilio otra crema, no menos apetitosa y
nutritiva. Desde chico he tenido preferencia por todas las calabazas, cuando
para otros niños representa el terror a la hora del almuerzo. Qué mejor que una
crema de zapallo, en su justo espesor, para calentar el cuerpo hasta los huesos
y quedar plenamente satisfechos. Yo suelo guardarme para el final las rodajas
de choclo que se le añade al potaje, y sobre el plato vacío me gusta chupar el
dulzor de los marlos, a semejanza de la gente que se engolosina con huesos y
tuétanos. Respetable plato de almuerzo que se debe repetir por quienes lo
aprecian, no olvidar pedir el queso rallado o perejil picado si prefieren. Eso
sí, quienes por flojera o desconocimiento, le añaden el choclo de manera
desgranada, no tienen perdón de Dios.
Estos días de las navidades, ya se ven las vendedoras con
sus gangochos repletos de mazorcas en los mercadillos y tentando a los
parroquianos con rebajas y ofreciendo unos choclos blanquísimos que hunden con
las uñas para que se sepa que están recién cosechados. Ocasión idónea para
proveerse de unas chuletas de ternera para acompañar cualquier sopa, a modo de
segundo. Unas papas cocidas en cáscara y el dulce choclo casarán perfectamente
con una ensalada “Solterito”, regada de quesillo y aromatizada convenientemente
por hojitas de salvaje quilquiña. Plato de hacer tan sencillo que hasta un
novato no debería tropezar con ello.
Un día de aquellos me azotaba el hambre tan caninamente que
asalté la despensa en busca de cualquier bocado. Encontré una valiosa lata de atún
entre unos paquetes de espagueti que siempre tienen la virtud de salvarme de
apuros. Para que no sea tan simple la cosa, hice mi propia salsa de tomates
porque ya estoy hasta la coronilla de la enlatada. No me digan que no se ve más
apetecible esta mi obra de talante natural. Todo en veinte minutos, el tiempo
que una chica se pierde en el teléfono. Juro que quedó al dente mi improvisado espagueti a la Van Camps, como para
aplicarle el diente antes de que se enfríe.
A modo de despedida, todavía recuerdo tristemente la última
sopa de maní que me zampé, de lejos mi sopa favorita. Eso fue hace unos dos
meses pero como si fueran dos años. Debería declararse patrimonio mundial de la
humanidad tan ilustre caldo que siempre me alegra los cumpleaños y otros
festejos. La sensación rasposa que deja en el paladar es impagable, pero todo
depende de la forma cómo ha sido molido el grano, en batán no se puede fallar
porque nunca se alcanza la perfección en la molienda, gracias a Dios. En la
licuadora se corre el serio riesgo de pulir demasiado la pasta resultante y el
caldo cocinado podría parecerse a una lechada u otra cosa. A mí no me engañan ni con
algunos macarrones que suelen añadir para adornar el asunto. El caldo ha de ser
puro en toda su esencia, que se perciba el maní en toda la lengua. He visto que
hay gente que le añade arroz para espesar la mezcla, crimen culinario que debería
ser punible con la horca. Ya los flotantes palitos de papa frita son
recomendables cuando el caldo no tiene papas blancas. Nunca, pero nunca se debe
olvidar decorar con perejil prolijamente picado. Y al que no le guste el
perejil merece ser fusilado, por gil. Buen provecho. Por lo menos lo fue para mí.