Macedonia a la Pepe, un experimento para empezar el día como un cohete. |
El otro día rondaba yo por La Calatayud, uno de los más tradicionales mercados del casco
urbano. Y ahora que caigo en cuenta, no sé de donde proviene aquella costumbre
de evocarla en femenino, una pauta sería por la zona pero no hay tal nombre, ni
calle cercana así bautizada. Supongo que el mercado lleva esa denominación por
Alejo Calatayud, un caudillo mestizo que encabezó una rebelión contra la corona
española allá por el siglo dieciocho. Como nadie entiende las razones de la
gente, ni siquiera la historia, dejemos que el barullo lingüístico se siga
perdiendo en sus brumas. A menos que venga un purista a querer arreglarlo todo.
Así pues, soy visitante asiduo de este paraje pese a todo su
desorden, mescolanza y algarabía, a una distancia sideral de una estampa de
pulcros y ordenados anaqueles de supermercado. A lo sumo se ven algunas torres
improvisadas de frutas como mayor reclamo publicitario. El resto anda
desperdigado entre puestos a ras del suelo y banquetas rústicas de madera. Es cuestión
de buscar y afilar el ojo clínico, a la pesca de alguna mercadería rara o poco
conocida, porque “todo hay en la Calatayud”, he oído a menudo en cualquier
charla informal.
Sea exagerada o no tal particularidad, el caso es que en
este centro de abasto, especialmente los miércoles y sábados, uno puede toparse
con variopintos productos que prácticamente han desaparecido de otros mercados.
Como si no fuera bastante que en una esquina se vean bandejas de pescado fresco
y, a unos pasos, gladiolos y otras flores recién cortadas que llegaron de
madrugada, ya puede uno hacer volar la imaginación o recordar años mozos al
contemplar oblongas achojchas; locotos con los tres colores de la bandera,
ulupicas y ajíes de fiero picante; pulposos tomates de árbol; yacones y ajipas
de dulces tierras; papas y camotes morados, walusas y racachas de incatalogables sabores;
tumbos, granadillas y maracuyás de apasionados jugos; y, a modo de yapa, toda
suerte de zapallos, calabacines, lacayotes y otras cucurbitáceas. Por si
alguien se pierde con los nombres, imagínese que está ante una inabarcable
colección de frutas, raíces, bayas, tallos, tubérculos y semillas con que la
generosa naturaleza provee a estos valles y a todos sus hijos.
En fin, que andaba deambulando por tal feria cuando de
improviso mis ojos reconocieron unos frutitos amarillos que me devolvieron de
golpe a los años más tiernos: ahí al lado de los cajoncitos de frutillas, en el
mismo formato de presentación, feliz redescubrí los chiltu-chiltu que de niños íbamos a comer al pie de las matas, al
borde del camino o en cualquier huerta donde medraban estas plantas, pues eran
consideradas malezas y poco más. En la ciudad ni siquiera se conocían. Fue en
un supermercado español donde vi -ya de mayor- debidamente empaquetados con el
nombre de uchuva, y procedentes de Ecuador o Colombia, no recuerdo bien. En Bolivia
jamás había sido un cultivo y sólo era un divertimento agridulce para los
chicos.
Menos mal que por esto de las modas saludables ya empieza a cobrar
importancia, al parecer. Como sucedió con el noni, la maca, la chía y otros
productos exóticos, alguien descubrió que esta dorada baya de la familia del
tomate tiene supuestos poderes curativos casi milagrosos. Como sea, a mí me
importa un pepino sus propiedades medicinales, y si me los llevé a casa fue por
puro gusto, haciéndole caso a mi paladar y despreciando las frutillas que la
misma vendedora intentó encajarme aprovechando la coyuntura. “Las frutillas son
para la gente fresa, caserita”, le dije, seguro de que no me entendió nadita (a
ver, qué hay más fresa que una fresa coronando un helado o un pastel). No sé si
es la imagen sempiterna de Kim Bassinger llevándose una a la boca, pero a mí
las frutillas me resbalan, aunque no tengo mayor problema de saborearlas en
mermeladas, con pan y mantequilla.
Eso sí, la caserita logró colarme otra cajita, aun más
pequeña, con subyugantes moras que, ciertamente, no abundan en los valles de Cochabamba.
Hoy me levanté como quien quiere comerse el mundo y me preparé este desayuno histórico
(cómo no va a serlo, si es la primera vez que me animo con este menjunje, macedonia llaman en otras partes). Ahí van mis impresiones: el destello rojo de
la sandía abre el apetito como un tiro, luego está esa suave sensación azucarada
que se derrite en un tris sobre la lengua. Las rodajas de plátano aportan
mesura y vitalidad para una jornada larga que exigirá mucho combustible. Las enigmáticas
moras hay que primero comerlas con la vista, y luego cerrando los ojos para
perdonarles el agrio carácter que puedan tener. Y entre bocado y bocado de
cualquiera de las otras frutas se torna irresistible un reventón en la boca de
las doradas bolillas de la uchuva, una explosión degustativa que recuerda a chasquidos
de maracuyá y dulzor de mango en su punto maduro. Colosal paleta de colores y
sabores que desapareció a ritmo de hambre mañanera como un efímero bodegón.
Y eso sólo fue el principio. Ya ven que era una ración justa
y aperitiva. Por humanidad con los lectores, mejor no cuento lo que vino después.
Allí reside el encanto de esos mercados, apreciado José: el aparente caos en el que todo funciona en perfecto orden. Eso para no hablar del colorido y la embriagadora mezcla de aromas.
ResponderEliminarY si : las uchuvas van de Colombia. Cuando yo era niño eran maleza y ahora son frutos de lujo, como para coronar pechugas de faisán y exquisiteces de esas.
¡Ay!, cómo me llevó a evocar esa imagen de Kim Bassinger derritiéndose como una fresa madura, ante la mirada alucinada de Mikey Rourke.
Mire usted, de ser alimento para chanchos (habia que verlos como se daban festin tales bichos)a decorar banquetes gourmet parece una locura. Habrá que ir actualizando la expresión aquella de la cereza o guinda del pastel por la 'golden berry' como el súmun de algun asunto.
EliminarSí, yo tambien envidiaba al tal Rourke en ese impagable momento. Kim Bassinger fue la última de las clásicas femmes fatales del cine, creo yo.