Como se aproxima la festividad de Todos Santos, el domingo
tuvimos bastante ajetreo en casa de mis primos y vecinos míos. Me anunciaron
que todo el santo día íbamos a hornear y así fue. Porque había que elaborar
todo tipo de masitas para las almitas de los tíos abuelos y otros seres
queridos. A pesar de que ya pasaron con creces los tres años seguidos que exige
la tradición para homenajear a los difuntos, sin embargo, en la familia se
sigue conservando de alguna manera este ritual pagano-religioso, resultado del sincretismo
cultural que caracteriza a Bolivia.
Manos a la masa, entonces. Desde las diez de la mañana, el
panadero y anfitrión oficial de todo el asunto, empezó a calentar los primeros leños para que el horno vaya tomando temperatura, entretanto la levadura
actuaba sobre la mezcla de harina blanca y de “trigo” (la negra, la que se muele
con cascarita). Sobre una mesa en el centro de la cocina, ahí mismo empezamos a
amasar según nuestra imaginación nos impulsara, de tal manera que nos salieron
unos curiosos urpus (panecillos) con
formas de muñequitos, animales, escaleritas, medialunas y soles. Dibujo libre
era la orden, siempre y cuando las figuritas fueran pares y no se salieran de
los cánones. Más tarde, las que saben, las mujeres de la casa, procedieron a
elaborar masitas que demandan mayor habilidad y conocimiento como frutas secas
(galletas mantecosas pero ricas), empanaditas de queso, galletas de coco y otras
cosillas.
Pasado el mediodía era turno para el preparado estrella: los
bizcochos de huevo, cuyos orígenes se pierden en el tiempo y no tienen rastro.
No hay Todos Santos sin bizcochuelos, es el bollo que define a esta tradición. Ustedes
no van encontrar tales productos en ninguna panadería o tienda el resto del año, por
muy deliciosos que fueran, porque sencillamente la gente no le tomaría interés,
situación parecida a lo que ocurre con el panetón de Navidad. En España he
visto algo similar a este alimento, aunque de menor tamaño y las denominan
magdalenas, producidas de manera masiva y empalagosas hasta decir basta como
todo lo que forma parte de la bollería industrial.
Mis recuerdos de niño están asociados a las magdalenas del
pueblo de mis viejos. No por motivos proustianos y otras aproximaciones metafísicas.
Simples evocaciones lúdicas que conservan nítidamente toda esa parafernalia a
modo de ritual que significaba su morosa elaboración. Durante esas jornadas, los hornos
del pueblo trabajaban a toda leña y los panaderos se anticipaban el aguinaldo
con maratónicas horneadas. No era poca cosa ver transformarse quintales y
quintales de harina en panes, masitas y galletas, y cuando terciaba la noche
rematar la faena hasta que se cociera la última ronda de bizcochuelos. Vaya para
ellos mis tardíos respetos, pues es trabajo infernal asomarse a la boca del monstruo
y caldearse la frente cada vez.
Mi madre no era ajena a estos menesteres, alistaba su canastillo
de huevos y demás ingredientes para que se los batieran en un horno de la
vecindad. Aprendí a doblar el papel sábana y poner palillos de paja a los
canastitos que íbamos formando. Llegados al sitio de panificación, me sentaba
en un banquito tosco hecho de cajas de alcohol y contemplaba la operación de
los batidores. Debajo de un “burrito” o caballete de madera (con bastante peso
para que sea estable), yacía una paila
mediana de cobre, en cuyos bordes se
cascaban los huevos rápidamente y a continuación enrollaban un lazo plano de
cuero vacuno por el eje con aspas. A un ritmo constante, dos personas frente a
frente y sentadas, iniciaban una suerte de baile de brazos con la consigna de que
nunca debieran parar. No recuerdo cuánto duraba el ritual de aquellas batidoras
humanas pero llevaba su tiempo, pues primero únicamente se batían los huevos un
buen trecho y se iba añadiendo el resto de los materiales poco a poco, de tal
manera que la mezcla espesara y tuviera una consistencia esponjosa. Al horno, y
esperar que los bizcochuelos hincharan bien.
Volviendo al presente, como no teníamos caballete, el
creativo panadero de la casa se las ingenió plantando dos maderos y una
tablilla a modo de travesaño con un hueco que le hizo en el centro, si hasta le
puso bisagra en uno de los extremos, detalle que hizo de las delicias en la
concurrencia. Lavé la paila, como alguna vez había visto, con limón y sal para
quedara reluciente. Y el anfitrión me enseñó a batir por primera vez. De veinticinco
en veinticinco, batiremos tatituy, me dijo, porque el horno no daba para más. Al
poco rato le pillé la maña y estuvimos dándole bate que bate hasta que el horno
despachara la última horneada de panecillos.
La noticia de los bizcochuelos había circulado entre varias
de mis tías, que trajeron sus provisiones después del mediodía. Incluso les di
una mano, pesando harina y azúcar en bolsas independientes para que estuvieran
listas al momento de añadir a la mezcla. Me causaba gracia que cada una tuviese
sus provisiones bien separadas para que no hubiera confusiones, pues alguna había
conseguido huevos criollos y era motivo de sana envidia. Para una medida de 25
huevos medianos se requerían libra y media de azúcar, ídem de harina blanca, un sachet
de polvo de hornear, un buen chorro de vainilla, canela molida al gusto y medio
vaso de pisco nacional para potenciar el sabor y neutralizar un tanto el dejo
del huevo. Al final, según la mezcla resultara más o menos esponjosa o según la
dosificación en cada cajita, cada horneada arrojaba entre 27 y 33 magníficos bizcochos.
Tanto estuve batiendo hasta que le tomé diversión al asunto
y ya me sé la receta de por vida, tal como les comparto, amigos míos. A las
diez de la noche finalizamos con los últimos 25 huevos y me sentí gozoso de cada
una de mis tías se fuera contenta a casa con sus olorosos tesoros para
repartirlos entre los suyos. Dicen que me gané el pan, perdón, el bizcocho, para
una semana o más. Pero lástima, con un par me di por bien pagado a pesar de que
mis tías insistieron con obsequiarme generosamente, pues por esas jugarretas de la existencia nunca le cogí el gusto a tan preciado y disputado manjar. Y de veras, de
veritas, que lo lamento.
Podrán tener la receta, pero nunca el secreto de este fuego |
Apreciado José : siempre me ha fascinado la manera como se entrelazan los grandes mitos, sin importar la distancia geográfica o temporal.
ResponderEliminarY mire por dónde : los Celtas, a cuya saga se remite la fiesta de los difuntos, también acostumbraban preparar viandas para sus muertos.
Y tal vez sea influencia celta sobre el cristianismo eso de celebrar a los difuntos que, por otra parte, se ha adaptado muy bien a los ritos indígenas de las antiguas culturas mexicanas y andinas. En la isla de Bali, Indonesia, tambien suelen agasajar a sus espiritus con ofrendas de comida y otras ceremonias muy significativas. Y seguramente en otras partes del mundo el ritual se repite con características locales.
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