31 octubre, 2016

2 Batiendo bizcochos artesanales


Como se aproxima la festividad de Todos Santos, el domingo tuvimos bastante ajetreo en casa de mis primos y vecinos míos. Me anunciaron que todo el santo día íbamos a hornear y así fue. Porque había que elaborar todo tipo de masitas para las almitas de los tíos abuelos y otros seres queridos. A pesar de que ya pasaron con creces los tres años seguidos que exige la tradición para homenajear a los difuntos, sin embargo, en la familia se sigue conservando de alguna manera este ritual pagano-religioso, resultado del sincretismo cultural que caracteriza a Bolivia.

Manos a la masa, entonces. Desde las diez de la mañana, el panadero y anfitrión oficial de todo el asunto, empezó a calentar los primeros leños para que el horno vaya tomando temperatura, entretanto la levadura actuaba sobre la mezcla de harina blanca y de “trigo” (la negra, la que se muele con cascarita). Sobre una mesa en el centro de la cocina, ahí mismo empezamos a amasar según nuestra imaginación nos impulsara, de tal manera que nos salieron unos curiosos urpus (panecillos) con formas de muñequitos, animales, escaleritas, medialunas y soles. Dibujo libre era la orden, siempre y cuando las figuritas fueran pares y no se salieran de los cánones. Más tarde, las que saben, las mujeres de la casa, procedieron a elaborar masitas que demandan mayor habilidad y conocimiento como frutas secas (galletas mantecosas pero ricas), empanaditas de queso, galletas de coco y otras cosillas.

Pasado el mediodía era turno para el preparado estrella: los bizcochos de huevo, cuyos orígenes se pierden en el tiempo y no tienen rastro. No hay Todos Santos sin bizcochuelos, es el bollo que define a esta tradición. Ustedes no van encontrar tales productos en ninguna panadería o tienda el resto del año, por muy deliciosos que fueran, porque sencillamente la gente no le tomaría interés, situación parecida a lo que ocurre con el panetón de Navidad. En España he visto algo similar a este alimento, aunque de menor tamaño y las denominan magdalenas, producidas de manera masiva y empalagosas hasta decir basta como todo lo que forma parte de la bollería industrial.

Mis recuerdos de niño están asociados a las magdalenas del pueblo de mis viejos. No por motivos proustianos y otras aproximaciones metafísicas. Simples evocaciones lúdicas que conservan nítidamente toda esa parafernalia a modo de ritual que significaba su morosa elaboración. Durante esas jornadas, los hornos del pueblo trabajaban a toda leña y los panaderos se anticipaban el aguinaldo con maratónicas horneadas. No era poca cosa ver transformarse quintales y quintales de harina en panes, masitas y galletas, y cuando terciaba la noche rematar la faena hasta que se cociera la última ronda de bizcochuelos. Vaya para ellos mis tardíos respetos, pues es trabajo infernal asomarse a la boca del monstruo y caldearse la frente cada vez.

Mi madre no era ajena a estos menesteres, alistaba su canastillo de huevos y demás ingredientes para que se los batieran en un horno de la vecindad. Aprendí a doblar el papel sábana y poner palillos de paja a los canastitos que íbamos formando. Llegados al sitio de panificación, me sentaba en un banquito tosco hecho de cajas de alcohol y contemplaba la operación de los batidores. Debajo de un “burrito” o caballete de madera (con bastante peso para que sea estable),  yacía una paila mediana de cobre,  en cuyos bordes se cascaban los huevos rápidamente y a continuación enrollaban un lazo plano de cuero vacuno por el eje con aspas. A un ritmo constante, dos personas frente a frente y sentadas, iniciaban una suerte de baile de brazos con la consigna de que nunca debieran parar. No recuerdo cuánto duraba el ritual de aquellas batidoras humanas pero llevaba su tiempo, pues primero únicamente se batían los huevos un buen trecho y se iba añadiendo el resto de los materiales poco a poco, de tal manera que la mezcla espesara y tuviera una consistencia esponjosa. Al horno, y esperar que los bizcochuelos hincharan bien.

Volviendo al presente, como no teníamos caballete, el creativo panadero de la casa se las ingenió plantando dos maderos y una tablilla a modo de travesaño con un hueco que le hizo en el centro, si hasta le puso bisagra en uno de los extremos, detalle que hizo de las delicias en la concurrencia. Lavé la paila, como alguna vez había visto, con limón y sal para quedara reluciente. Y el anfitrión me enseñó a batir por primera vez. De veinticinco en veinticinco, batiremos tatituy, me dijo, porque el horno no daba para más. Al poco rato le pillé la maña y estuvimos dándole bate que bate hasta que el horno despachara la última horneada de panecillos.


La noticia de los bizcochuelos había circulado entre varias de mis tías, que trajeron sus provisiones después del mediodía. Incluso les di una mano, pesando harina y azúcar en bolsas independientes para que estuvieran listas al momento de añadir a la mezcla. Me causaba gracia que cada una tuviese sus provisiones bien separadas para que no hubiera confusiones, pues alguna había conseguido huevos criollos y era motivo de sana envidia. Para una medida de 25 huevos medianos se requerían libra y media de azúcar, ídem de harina blanca, un sachet de polvo de hornear, un buen chorro de vainilla, canela molida al gusto y medio vaso de pisco nacional para potenciar el sabor y neutralizar un tanto el dejo del huevo. Al final, según la mezcla resultara más o menos esponjosa o según la dosificación en cada cajita, cada horneada arrojaba entre 27 y 33 magníficos bizcochos.

Tanto estuve batiendo hasta que le tomé diversión al asunto y ya me sé la receta de por vida, tal como les comparto, amigos míos. A las diez de la noche finalizamos con los últimos 25 huevos y me sentí gozoso de cada una de mis tías se fuera contenta a casa con sus olorosos tesoros para repartirlos entre los suyos. Dicen que me gané el pan, perdón, el bizcocho, para una semana o más. Pero lástima, con un par me di por bien pagado a pesar de que mis tías insistieron con obsequiarme generosamente, pues por esas jugarretas de la existencia nunca le cogí el gusto a tan preciado y disputado manjar. Y de veras, de veritas, que lo lamento.
Podrán tener la receta, pero nunca el secreto de este fuego



2 comentarios :

  1. Apreciado José : siempre me ha fascinado la manera como se entrelazan los grandes mitos, sin importar la distancia geográfica o temporal.
    Y mire por dónde : los Celtas, a cuya saga se remite la fiesta de los difuntos, también acostumbraban preparar viandas para sus muertos.

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    Respuestas
    1. Y tal vez sea influencia celta sobre el cristianismo eso de celebrar a los difuntos que, por otra parte, se ha adaptado muy bien a los ritos indígenas de las antiguas culturas mexicanas y andinas. En la isla de Bali, Indonesia, tambien suelen agasajar a sus espiritus con ofrendas de comida y otras ceremonias muy significativas. Y seguramente en otras partes del mundo el ritual se repite con características locales.

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