04 noviembre, 2016

2 Todos Santos: el homenaje de los vivos a los muertos

Mesa que armamos en casa de unos primos para conservar la tradición.

Afortunadamente en gran parte de Bolivia, sobre todo en la región andina, sigue muy viva la costumbre de conmemorar a los difuntos a través de diversos ritos que se celebran entre el 1 y 2 de noviembre de cada año. Tradición que se remonta a la época precolombina, en la cual -según algunos investigadores- las comunidades solían sacar a los muertos de sus nichos para engalanarlos y ofrendarles con comida, música y otros agasajos. Con el arribo de los españoles, la festividad adquirió otras características, fusionando elementos andinos con propios de la liturgia católica, que ya tenía en el santoral cristiano el día de Todos Santos, en homenaje a sus primeros mártires. De ahí que en países como México, Perú y Bolivia, la fiesta de los muertos sea un acontecimiento muy importante, arraigado, complejo y rico en matices, como resultado del sincretismo religioso-cultural originado en la convivencia entre las cosmovisiones indígenas y la europea.

Hoy compartimos ese legado a través de diversas manifestaciones y según las características propias de cada región. Es así que en Bolivia, por ejemplo, las ceremonias o modos de celebración varían, aun entre pueblos vecinos, pero no tanto en el fondo, cumpliéndose ciertos ritos obligatorios que manda la tradición.  Es forzoso, de entrada, que la familia del difunto “haga rezar” durante los tres primeros años posteriores al fallecimiento. Evento que consiste en un cúmulo de actividades que van desde la limpieza y arreglos del sepulcro cuando se acerca la festividad, la preparación anticipada de masitas, bizcochos, caramelos y otros dulces, aprovisionamiento de variadas frutas, licores como el vino, cerveza, chicha, coctelitos, etc., hasta la elaboración de algunos platos que eran de preferencia del fallecido. Todos estos preparativos, a veces pueden significar más de una semana de faena casi ininterrumpida, para que no quede ningún detalle al azar.

Antes del mediodía del 1 de noviembre, debe estar convenientemente preparado el mast’aku, o mesa del difunto, que en algunos lugares suele armarse por niveles, a modo de altar; pero en otros hogares se opta por la sencillez, tendiendo una superficie plana donde se deposita la ofrenda de alimentos, junto al retrato del difunto que va en la cabecera, y debajo se colocan las escaleras de pan que simbolizan los escalones del cielo. Un detalle importante es la presencia central de t’antawawas o niños de pan que según algunos autores representan al difunto y, según otros, son reminiscencias del rito incaico cuando se ofrecía niños en sacrificio. Luego se rodea con urpus (panecillos) de variadas formas que, una vez más, testimonian el mestizaje, pues se mezclan figuras de caballitos, palomas, peces, patos, llamitas, serpientes, sapos y otros animalitos que forman parte de la mitología andina. Entre los resquicios se colocan palitos con gallitos y otras figuras de azúcar elaboradas artesanalmente sólo para estas fechas. Se termina el decorado añadiendo flores, velas, banderines, coronas y cadenas de color negro y morado.
T'antawawas y otros urpus

A partir de las doce se cree que las almas bajan al mundo de los vivos para servirse los alimentos que les han preparado y compartir con la familia hasta el día siguiente, cuando retornan al más allá, a la misma hora. En algunos pueblos se invita a los amigos, familiares y vecinos para que vayan a rezar en casa del difunto donde está armado el altar. En el transcurso de la noche, entre las pausas del rezo, se le homenajea con música de banda, orquesta y hasta mariachis (según las posibilidades económicas), mientras se convida a los invitados con comida, coctelitos y otros licores. Por la rezada, los visitantes suelen recibir canastillos o pequeñas bandejas con los artículos de repostería, coronados por una tarjeta necrológica.

En otros pueblos, como en el que viví hace años, la noche del 1 de noviembre se acostumbra visitar el cementerio donde algunos familiares hacen rezar a los niños y les pagan con urpus o caramelos, a los adultos suelen invitarles ponche de leche, coctelitos de ciruela o tumbo, entre otros. La concurrencia depende de las condiciones climatológicas ya que el evento es como un ensayo o preparativo para el día siguiente. El día 2, los deudos suelen enviar, justo al mediodía, dos viandas al domicilio de los más allegados, una con sopa de maní y la otra con uchu (sopa espesa de ají colorado), acompañadas de una botella o jarra de chicha, con la recomendación de que más tarde visiten la tumba del ser querido.

Entretanto, la “mesa” que estaba en casa se traslada al cementerio, donde se la suele armar de nuevo, y muchas veces con mayor detalle y colorido, de tal manera que parezca más vistosa que las aledañas, ya sea sobre la losa de la tumba o delante del nicho. Es menester tener todo listo porque pasadas las horas de almuerzo empiezan a llegar numerosos grupitos de niños que convierten el camposanto en una suerte de colmena gigante, al son de los murmullos y rezos a viva voz.  Toda la tarde, los infatigables muchachitos recorren las callejas y pasillos ofreciendo sus oraciones de nicho en nicho, mientras ven con orgullo cómo sus mochilas o talegos van engordando con los panecillos recaudados, que suelen guardar hasta que se endurezcan para comérselos a dentelladas en las semanas siguientes.

Un altar en un domicilio de Tarata
A los adultos, al contrario de los niños y jóvenes, no se les exige que recen en voz alta, bastará con unos murmullos o evocaciones mentales para que se les ofrezca un platillo con masitas y un vasito de vino o chicha en el peor de los casos. Las familias más pudientes suelen invitar algún plato, como lechón al horno, a sus amigos más cercanos que pasan por el sitio, aparte de bebidas selectas y bizcochos variados. A medida que transcurre la tarde, el camposanto se ha transformado en un hervidero de vivos ruidosos que pareciera romper el descanso eterno de los muertos, pero la tradición dicta que no hay nada de irrespetuoso en ello, pues las almas se van contentas al saber que las familias se acuerdan de ellas.

Justamente como despedida, en momentos que el sol amenaza con esconderse tras el horizonte, aparecen coros improvisados de adultos que se detienen en las mesas más decoradas de viandas y frutas, para pedir permiso de “voltear la mesa” que, según la amistad de los deudos con algún integrante del coro, se procederá con la ceremonia, siempre y cuando algún otro interesado no haya “reservado la mesa”. A continuación, el ritual comienza con una repetición larga de padrenuestros y avemarías y sus consecuentes ofrendas al ánima del difunto. Como broche de oro, el grupo se pone a cantar los versos del cántico tradicional: Alabado/ santísimo sacramento del altar/y la Virgen concebida/ sin pecado original, estribillo que el coro repetirá una y otra vez, a continuación de los versos (muchas veces espontáneos) que la voz principal lleva en cuartetas rimadas. La creatividad, la picardía y el humor negro, siempre están presentes en estos cánticos que no tienen autores por obvias razones. Es así la tradición.

No recuerdo cuántas veces se debía repetir el coro, pero tengo claro que llevaba por lo menos diez minutos o más. Terminaba el asunto con el líder repartiendo los productos entre los componentes de la pandilla, hasta que quedaba únicamente el mantel desnudo. Después de despedirse de los deudos iban en pos de otra mesa antes de que la noche se hiciera presente. Recuerdo con enorme satisfacción todas estas ceremonias, cuando de chico solía perseguir a estos fugaces juglares para oírlos con atención. Tanto que se me han grabado en la memoria algunos versos que dejo tras estas líneas. Pero también recuerdo con gracioso pesar que una señora me haya llamado, a mis tiernos siete u ocho años, como “almaengaña” por haber balbuceado el ofertorio para su muertito, cuando daba mis primeros pasos como rezador junto a un grupo de amigos mayores. Fue así como fracasé en mi prometedora carrera de resiri o versificador profesional de Todos Santos.



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PS.- He aquí algunos versos que todavía conservo:

1.-Jesucristo se ha perdido/y su madre va a buscarlo/ preguntando a quién lo ha visto/y una estrella alumbrando
Coro: alabado…

2.-En el cielo hay un huertito/ cargadito de platanos (sic) /y en la tierra está San José/ espantando a los pajaros (sic).
Coro: alabado…

3.- Allí viene Chino Méndez  (un corredor de coches) / levantando polvareda/ le daremos un balazo / en su t’ojlu (calva) calavera.
Coro: alabado…

4.- Del tronco nació la rama/de la rama nació la flor/ de la flor nació María/ y de María el redentor.
Coro: alabado…

5.- Aquí viene el Pepito/por la calle rezongando/lloriqueando sin t'antawawas/ y a las almas engañando.
Coro: alabado...


2 comentarios :

  1. Y qué manera de armar la bendita mesa, apreciado José. Si hasta dan ganas de postrarse en oración, aunque no sé si por los vivos o por los muertos.
    Ah, una maravilla la sencillez de esos cantos, que en algunas zonas del Pacífico colombiano reciben el nombre de alabaos.

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    Respuestas
    1. Ah, si viera en persona alguna de estas mesas, estimado Gustavo, seguro que le darían ganas de "voltearla" y no por ganársela a punto de rezos, precisamente. Algunas familias gastan varios miles de dólares (especialmente el primer año del duelo)para armar mesas enormes y a todo lujo, pues es una forma de impresionar a los visitantes y ganar prestigio social.

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