Repaso las estremecedoras imágenes y se me vienen a la
cabeza escenas de la escalofriante película británica The Wicker Man. Aquellas fueron en el ámbito de la ficción. Estas que
las tengo frente a mis retinas son la cruda realidad. Ver a toda esa gente
indiferente, con toda la calma del mundo (sin apenas muecas de repulsa o
consternación), algunos con los brazos cruzados, otros tranquilamente sentados
en las graderías y mirando de costado a cada rato todo el asunto. Un joven
revisa la pantalla de su celular como si estuviera en un partido aburrido de fútbol.
Entre las personas adultas hay niños o menores que contemplan con curiosidad el
espectáculo.
Pareciera que se está quemando un muñeco de paja a un
costado de la cancha. Y toda esa gente, mira con muda fascinación lo que en
otras partes del planeta provocaría horror y hasta llanto. Sólo falta que se
pongan a chupar helados como en una auténtica feria itinerante. Nadie parece
preocuparse por marcharse ante tan macabra situación. Nadie suelta una lágrima
por esos restos humeantes. No es una alimaña la que se consume ahí, sino lo que
antes fue un ser humano, al que prendieron fuego unos lugareños cual si se
tratase de un tronco en plena faena de chaqueo o desmonte.
El robo de una motocicleta había sido el motivo para cometer
una salvajada tan cruenta. Un sospechoso que estaba detenido en un recinto
policial fue sacado a la fuerza por una multitud y luego conducido al estadio
de Entre Ríos, en pleno trópico cochabambino, donde un grupo de pobladores lo
tumba al suelo y ya maniatado lo golpean brutalmente mientras el hombre clama
por su vida, según se puede ver en un video casero. Luego las fotos testimonian
el terrible desenlace, con el cuerpo exánime y humeante y la muchedumbre
observando alrededor.
Este reciente caso del supuesto ladrón quemado vivo,
recrudece la ola de linchamientos que periódicamente sacude al país. El pasado
sábado, en la localidad de Reyes, en el departamento amazónico de Beni, un
acusado de violación y asesinato de una niña fue sacado de una comisaría, ante
la impotencia de los escasos policías, para lincharlo en la plaza principal, arrastrándolo
semidesnudo cual bestia y finalmente fue colgado de un árbol. La ciudadanía aun
no se recuperaba de la conmoción cuando hace dos semanas unos pandilleros
rociaron con gasolina a un joven de 17 años al que abandonaron agonizando con
terribles quemaduras en un descampado, muriendo poco después en un hospital de
Cochabamba, caso que había impactado sobremanera porque nunca antes menores de
veinte años habían actuado con tanta saña y frialdad; y ahora de nuevo, la población
volvía a estremecerse con estos dos crímenes horrendos que sucedieron con menos
de tres días de diferencia.
Esta es una de las terribles consecuencias que ha traído el
tan mentado Proceso de Cambio que lidera Evo Morales. Ciertamente, las causas
pueden atribuirse a muchos factores estructurales como: pobreza y
subdesarrollo, pésimo nivel educativo, corrupción de la justicia, ausencia o
debilidad del Estado, taras culturales, supersticiones y otros atavismos,
etc. Pero conviene detenerse en dos variables especialmente sensibles y cuya
mayor responsabilidad son atribuibles al régimen gobernante: la crisis de la
justicia ordinaria y la legalización de la mal llamada “justicia comunitaria”.
Si bien durante los gobiernos neoliberales, el poder
judicial ya presentaba problemas de credibilidad, sin embargo, los
linchamientos eran muy escasos, porque en el fondo había temor ante el efecto
disuasorio de la ley. Con la llegada del régimen masista todo el ordenamiento jurídico
se vino abajo, bajo sus pintorescas pero irresponsables reformas (como la insólita
elección de magistrados por voto popular que no fue tal), persiguiendo el
cometido ulterior de tener maniatados a los otros poderes del Estado. El resto
vino por añadidura, con la alta magistratura controlada, el régimen hizo
limpieza generalizada de jueces y fiscales con la excusa de luchar contra la
ineficiencia, para a continuación llenar las vacancias con gente militante. El
resultado no podía ser más desastroso y la corrupción alcanzó niveles nunca
vistos, con jueces y fiscales actuando con total impunidad, muchas veces
conformando mafiosos consorcios con bufetes privados, que entre otras
actuaciones, negocian penas para los delitos o directamente extorsionan a los
litigantes. Fuera de eso, todavía es una constante la liberación de criminales
peligrosos bajo insólitas interpretaciones jurídicas, la amistad vergonzosa de
jueces que acuden a fiestas con reos en las cárceles y otras conductas reñidas
con la ética. Por si fuera poco, el nivel de incompetencia es tal que no faltan
los casos aberrantes de funcionarios que actúan como operadores de justicia
¿recuerdan el caso de un fiscal que acusó a un perro de violar a un niño? Con
estos antecedentes, prácticamente nadie confía en la Justicia y menos en sus
venales burócratas.
Pero el puntillazo para ahondar la problemática vino con la aprobación
de la ancestral justicia originaria, elevándola legalmente al mismo rango de la
ordinaria, provocando situaciones de confusión, solapamiento y hasta problemas
jurisdiccionales. Se actuó de manera negligente, a título de reivindicar los “saberes”
y “usos y costumbres” indígenas en materia de justicia, sin delimitar sus
alcances y sin tener siquiera una reglamentación clara que orientara a sus
operadores. En consecuencia, los movimientos sociales y otras agrupaciones se
sintieron legitimados para cometer todo tipo de fechorías a nombre de justicia
comunitaria. Bastó un caso de “juicio popular” para que cundiera el ejemplo por
todo el Estado Plurinacional.
Desde entonces, especialmente en las zonas rurales, pueblos
y ciudades intermedias, se han venido produciendo periódicamente linchamientos casi
siempre con muertes ante la tardía reacción de la policía o al verse rebasada
por las turbas violentas. No sólo los ladrones y otros sospechosos han sido
ajusticiados de manera espantosa, sino que también funcionarios y policías corrieron
con la misma suerte. Fueron casos muy notorios, el asesinato de un alcalde de
Ayo-Ayo quien fue golpeado y quemado vivo por un grupo organizado por sus
rivales políticos; asimismo, el linchamiento de cuatro policías en Epizana,
hace varios años, por andar investigando conexiones de narcotráfico en la zona.
El trópico cochabambino, bastión político del Gobierno, se
ha convertido desde hace mucho en tierra de nadie, donde reina la ilegalidad,
el narcotráfico y otros negocios ilícitos como la compraventa de autos
indocumentados. A ello va aparejado los ajustes de cuentas entre narcos y los
ajusticiamientos por mano propia ante la pasividad del Estado. Se han dado
casos de terrible crueldad, sometiendo a algunos sospechosos a las picaduras de
las hormigas de palo santo, supuestamente para escarmentar a los delincuentes. Gente
foránea, que por algún motivo fortuito circula por esos lugares, corre el serio
riesgo de ser linchada bajo cualquier pretexto.
Este es el país que los propagandistas del régimen andan
promocionando como referencia mundial en aspectos de inclusión social, derechos
de los indígenas, empoderamiento de las clases populares, justicias
alternativas, y otras propuestas supuestamente aleccionadoras. El mundo nos
toma como modelo de estudio, por las profundas transformaciones sociales y económicas,
por el cambio de paradigmas amparados en el respeto a la Vida y armonía con la
naturaleza; machacan a menudo sus numerosos vocingleros.
Pero la realidad dice otra cosa. Vivimos más bien en tiempos
oscuros, donde el Estado de derecho es sólo un enunciado, donde en todo momento
campea a sus anchas la criminalidad, con pueblos enteros tomados por el narcotráfico
y el contrabando. Época violenta de inaudita crueldad, de retorno a la
barbarie, del renacimiento de los instintos más tribales, como si retrocediéramos
siglos en el tiempo. No solamente habíamos sido los subcampeones continentales
en corrupción (solo superados por ese no país llamado Venezuela), sino que me atrevería
a afirmar que somos el país más brutalmente linchador, en proporción al número
de habitantes, de toda Latinoamérica. Esa es la cruda realidad, pese a quién
pese.
-------------
PS.- He aquí una magnífica
crónica sobre un caso similar, reconocida y premiada internacionalmente, que
arroja más datos al respecto.
¡Qué panorama de oprobio! apreciado José. Todos los instrumentos de interpretación se quedan cortos ante tamaña capacidad para el mal. Porque estamos hablando del mal en estado puro, más allá de teorías de orden sociológico o antropológico.
ResponderEliminarPero hay todavía más : para estar a tono con los tiempos, el ejercicio de la maldad se convirtió en espectáculo de masas, como lo prueban, ya no la indiferencia, sino la complicidad y el entusiasmo de esos retorcidos testigos, capaces de tomar fotografías y hacerlas circular a través de las redes sociales para diversión - ya que no estupor- de otros consumidores de horror tan alienados como ellos.
Usted lo ha precisado bien, estamos ante la expresión del mal en estado puro. No otra cosa explica esa naturalidad con que se cometen estos espeluznantes crímenes, ni siquiera les preocupó a los asesinos que alguien los estuviese filmando, seguramente convencidos de que estaban haciendo el bien. Me imagino a estos “justicieros” retornando a casa con la satisfacción del deber cumplido, cual si hubiesen librado a la comunidad de una alimaña. Y uno se pregunta si podrán dormir después de mancharse las manos de sangre. Seguro que sí, no hace falta adivinar.
Eliminar